«Vengo a encontrarme con una comunidad cristiana que se remonta a la época apostólica. En una tierra objeto de los desvelos evangelizadores de san Pablo; que está bajo el patrocinio de Santiago el Mayor, cuyo recuerdo perdura en el Pilar de Zaragoza y en Santiago de Compostela; que fue conquistada para la fe por el afán misionero de los siete Varones apostólicos; que propició la conversión a la fe de los pueblos visigodos en Toledo; que fue la gran meta de peregrinaciones europeas a Santiago; que vivió la empresa de la Reconquista; que descubrió y evangelizó América; que iluminó la ciencia desde Alcalá y Salamanca, y la teología en Trento»: así dijo Su Santidad Juan Pablo II, al pisar por primera vez tierra española, a su llegada al aeropuerto de Madrid-Barajas, el 31 de octubre de 1982. No podía hacerse, en tan pocas palabras, una síntesis tan completa y tan luminosa de la historia de España, inseparable de la historia de la Iglesia católica, no sólo en la propia España, sino en Europa y en el mundo.
Habrá quien tache este resumen histórico —y es probable que sean, sobre todo, no pocos españoles— de megalómano, pero la realidad es que son datos incontrovertibles. Y habrá también —quizás igualmente con mayoría de españoles— quien no sólo niegue la grandeza de estos hechos, sino que hasta los tache de funestos. Disparidad de juicio que viene a ratificar la verdad de la identidad católica de España. ¿De dónde viene, en definitiva, sino de la aceptación o del rechazo de sus indiscutibles raíces cristianas, eso de las dos Españas, cuando la realidad es que sólo puede ser una, esa del simbólico manantial del pozo gaditano de Medina Sidonia, coronado por la Cruz, que ilustra este comentario? ¿Qué país, fuera del nuestro, contempla tal enfrentamiento? Lo expresó bien gráficamente don José María Pemán: «En España, 1 y 1 no son dos, sino uno contra otro».
No es irrelevante que el grito lleno de amor a la vieja Europa, en el último acto de aquel memorable primer viaje de 1982: «Vuelve a encontrarte. Sé tú misma. Descubre tus orígenes. Aviva tus raíces. Revive aquellos valores auténticos que hicieron gloriosa tu historia y benéfica tu presencia en los demás continentes», lo lanzara Juan Pablo II desde Santiago de Compostela, no en vano sede del Patrono de España, que la une al origen mismo de la Iglesia y la hace realmente católica, universal. Todo lo contrario de los separatismos. ¿Acaso ese resultado de uno contra otro, acaso los males que padece la España contemporánea, no provienen del rechazo, y hasta del mero olvido, de esa fuente de unidad y de vida que son las raíces cristianas? Preguntado don Julián Marías por la unidad de España, en estas mismas páginas con motivo de su 90 cumpleaños, en 2004, respondía de este modo: «Hay gente, en general torpe, ignorante, que no conoce lo que ha sido España y lo que sigue siendo. Lo español es mucho más fuerte que las cosas particulares. Es evidente que el ser español es mucho más importante que el ser de una región determinada. Las diferencias son legítimas y valiosas. España es como un instrumento con cuerdas varias. Y cada una tiene su sonido, pero son para tocarlas todas juntas».
Esta belleza de la unidad es obra del amor, y su nombre no es otro que Dios. Sin Él, ¡a la vista está dónde queda la unidad, y la misma vida! No es casualidad que el odio a España coincida con el odio a Dios y a la Iglesia. Y basta la torpeza y la ignorancia, que decía don Julián Marías, para que este odio campe por sus respetos. El análisis de la situación lo hizo Benedicto XVI, con su hondura y claridad características, precisamente en el vuelo a Compostela, para visitar Santiago y Barcelona, en noviembre de 2010: «España ha sido siempre un país originario de la fe; pensemos que el renacimiento del catolicismo en la época moderna ocurrió, sobre todo, gracias a España. Figuras como san Ignacio de Loyola, santa Teresa y san Juan de Ávila, son figuras que han renovado el catolicismo y conformado la fisonomía del catolicismo moderno. Pero también es verdad que en España ha nacido una laicidad, un anticlericalismo, un laicismo fuerte y agresivo, como lo vimos precisamente en los años treinta, y esta disputa, más aún, este enfrentamiento entre fe y modernidad, ambos muy vivaces, se realiza hoy nuevamente en España: por eso, el futuro de la fe y del encuentro –¡no desencuentro, sino encuentro!– entre fe y laicidad, tiene un foco central también en la cultura española. En este sentido, he pensado en todos los grandes países de Occidente, pero sobre todo también en España».
Y sin duda pensando también en España, al año siguiente, en su Carta convocando el Año de la fe, dejó claro que la causa de las crisis económica y social que padecemos no es otra que «una profunda crisis de fe». Por eso el camino no puede ser otro que el que ya marcó su predecesor, justamente al despedirse en su último viaje a España, en mayo de 2003: «¡España evangelizada, España evangelizadora! ¡Ése es el camino! No descuidéis la misión que hizo noble a vuestro país en el pasado y es el reto intrépido para el futuro».