¡Se me ha declarado…! ¡Soy la mujer más feliz del mundo! Así de impetuosa hablaba a su amiga, que al otro lado del teléfono, distante cientos de kilómetros, no sin sobresalto, bruscamente despertada en la medianoche, recibía la noticia, compartiendo la alegría desbordante de la enamorada correspondida. Lógicamente, no podía callar lo sucedido. Y si tal alegría, al fin y al cabo un destello de luz, no puede callarse, ¿cómo podría callarse la alegría de haber encontrado el fuego mismo del Amor infinito? Así ha sido desde el principio: ¿acaso le faltó tiempo a Andrés para comunicar a su hermano Simón, precisamente, ese encuentro? Lo dijo, con meridiana claridad, hará un año el 21 de agosto, Benedicto XVI en Cuatro Vientos, en la Misa de clausura de la JMJ Madrid 2011: «No se puede encontrar a Cristo y no darlo a conocer a los demás. Por tanto, no os guardéis a Cristo para vosotros mismos. Comunicad a los demás la alegría de vuestra fe».
Comunicad la alegría de la fe, precisamente, era el lema de la Jornada de Nueva Evangelización, que tuvo lugar el pasado 12 de mayo, en el Palacio Municipal de Congresos de Madrid, en el IFEMA, donde se presentó ese fruto, que no podía dejar de producir la presencia viva de Cristo en la JMJ de Madrid, que es la llamada a la Misión. En su intervención, don Javier Prades, rector de la Universidad Eclesiástica San Dámaso, se hacía eco, entre otros, de un artículo de Gustavo Martín Garzo, en el que afirmaba que un rasgo de nuestro tiempo es «la incapacidad de tener y transmitir experiencias dignas de este nombre», y describía cómo «los hombres y las mujeres actuales viven sin apenas poner límites a sus deseos, y sin embargo pocas veces han tenido menos cosas que contarse». Y el Rector de San Dámaso evocó estas certeras palabras de Rilke: «Y todo conspira para callar de nosotros, un poco como se calla, tal vez, una vergüenza, un poco como se calla una esperanza inefable». A continuación, lanzó la pregunta: «¿Hemos sentido alguna vez esta autocensura, que procede tal vez de la censura que otros quieren poner?». Todos vemos a diario cómo «uno sale a tomar un café con los compañeros del trabajo, y parece que de estas cosas no se puede hablar». En la JMJ de Madrid 2011 se puso bien de manifiesto que, cuando ha sucedido el encuentro que cambia la vida, aun con sólo el destello de la joven enamorada, resulta imposible callarlo. Y cuando el encuentro ha sido ya cara a cara con el mismo fuego del Amor infinito, el grito llega hasta los confines de la tierra.
La llamada a la Misión, es decir, a comunicar la fe que brota en el encuentro con Cristo, que nos hizo Benedicto XVI en Cuatro Vientos, volvió a lanzarla, poco más de mes y medio después, en la Carta apostólica Porta fidei convocando al Año de la fe, que es al mismo tiempo —no podía ser de otro modo— Año de la nueva evangelización. Su objetivo —afirma el Papa— no es otro que «redescubrir la alegría de creer y volver a encontrar el entusiasmo de comunicar la fe». Cuando san Juan, en el comienzo de su Primera Carta, comunica su fe en Cristo, lo hace para que nuestra alegría sea completa, es decir, «lo que está en juego —dijo también don Javier Prades, en su intervención—, cuando nosotros anunciamos la fe a los demás, es ciertamente que otros puedan conocer la alegría que nosotros hemos conocido, pero también, y esto es decisivo, que nuestra alegría sea completa». Lo cual significa que «no puede ser completa la alegría de la fe si no la comunicamos».

Si los primeros Doce no hubiesen gritado al mundo entero la alegría de la fe, la alegría de Cristo resucitado, vivo aquí y ahora, si hubiesen callado, no es que la fe no habría llegado a nosotros, ¡ellos mismos ya se habrían quedado sin ella! Lo que sucedió al principio, como claramente explica san Juan, no fueron dos cosas: recibir el Evangelio y, luego, darlo, ¡fue una sola cosa: recibir el Don! Y si no se da, lo recibido entonces no es ningún don, y la alegría, necesariamente, desaparece. Id y proclamad el Evangelio no era, ciertamente, una imposición dada desde fuera. El mandato de Jesús estaba ya impreso a fuego en el corazón de los apóstoles. Y hoy no puede ser de otro modo. Así lo dijo ya el Beato Juan Pablo II, en su Carta al comienzo del nuevo milenio, firmada el 6 de enero de 2001: «He repetido muchas veces en estos años la llamada a la nueva evangelización. La reitero ahora, sobre todo para indicar que hace falta reavivar en nosotros el impulso de los orígenes, dejándonos impregnar por el ardor de la predicación apostólica después de Pentecostés. Esta pasión suscitará en la Iglesia una nueva acción misionera, que no podrá ser delegada a unos pocos especialistas, sino que acabará por implicar la responsabilidad de todos los miembros del pueblo de Dios. Quien ha encontrado verdaderamente a Cristo no puede tenerlo sólo para sí, debe anunciarlo». Y no es un deber impuesto desde fuera, es el ¡Ay de mí, si no anuncio el Evangelio!, de san Pablo, porque nace de ese ardor y esa pasión que sólo Cristo, el Amor infinito, podía encender en el corazón de quien se encuentra de veras con Él.