«El lema del cardenal Newman, El corazón habla al corazón, nos da la perspectiva de su comprensión de la vida cristiana como una llamada a la santidad, experimentada como el deseo profundo del corazón humano de entrar en comunión íntima con el Corazón de Dios»: así dijo Benedicto XVI, el pasado domingo, en la Misa celebrada en el Cofton Park, de Rednal-Birmingham, en la que proclamó beato al venerable Siervo de Dios John Henry Newman. Y, al hilo del Evangelio del día en que Jesús afirma que «nadie puede servir a dos señores», añadió el Papa que el nuevo beato, «en sus enseñanzas sobre la oración, aclara cómo el fiel cristiano toma partido por servir a su único y verdadero Maestro, que pide sólo para sí nuestra devoción incondicional». Pero esta exclusividad, lejos de apartarnos del mundo, nos introduce en su mismo centro, para de este modo, justamente, transformarlo desde la raíz.
He ahí el secreto de la santidad, que brilla de un modo extraordinario en este gran inglés, como lo llamó Benedicto XVI, el día anterior, en la Misa celebrada en la catedral de Westminster, mostrando cómo el cardenal Newman se adelantó al Concilio Vaticano II, precisamente al referirse al papel de los laicos en la misión de la Iglesia, es decir, a la penetración de la fe en Jesucristo en las mismas entrañas del mundo. «La exhortación conciliar a los laicos, para que, en virtud de su Bautismo, participen en la misión de Cristo, se hizo eco de las intuiciones y enseñanzas de John Henry Newman». Y el Papa lanzó este lúcido llamamiento: «Que las profundas ideas de este gran inglés sigan inspirando a todos los seguidores de Cristo, para que configuren su pensamiento, palabra y obras con Cristo, y trabajen decididamente en la defensa de las verdades morales inmutables que, asumidas, iluminadas y confirmadas por el Evangelio, fundamentan una sociedad verdaderamente humana, justa y libre». No otra cosa quería el Vaticano II, que hoy halla un eco bien certero en la creación del Consejo Pontificio para la nueva evangelización de las sociedades de antigua cristiandad, que yacen bajo la esclavitud de la dictadura del relativismo, y en la iniciativa del mismo Santo Padre de recrear un patio de los gentiles, justamente para abrir a todos la puerta de «la verdad que nos hace libres», porque —como él mismo dijo en la Vigilia del pasado sábado— «no podemos guardarla para nosotros mismos».
Vale la pena escuchar las propias palabras del cardenal Newman, que destacó el Papa en la homilía de la Misa de beatificación: «Quiero un laicado que no sea arrogante ni imprudente a la hora de hablar, ni alborotador, sino hombres que conozcan bien su religión, que profundicen en ella, que sepan bien dónde están, que sepan qué tienen y qué no tienen, que conozcan su credo a tal punto que puedan dar cuentas de él, que conozcan tan bien la Historia que puedan defenderla». Ciertamente, la exclusividad del amor de Cristo es la garantía del auténtico abrazo a todos los hombres, y por eso el Santo Padre, a lo largo de todo su viaje al Reino Unido, no ha dejado de afirmar que la luz no puede esconderse. Ya lo hizo en el mismo momento de su llegada, en su saludo a la reina: «Jamás olvidemos cómo la exclusión de Dios, la religión y la virtud de la vida pública conduce finalmente a una visión sesgada del hombre y de la sociedad y, por lo tanto, a una visión restringida de la persona y su destino». Sin Dios, efectivamente, la vida humana no puede cumplirse: se destruye; como se destruye todo intento de crear una sociedad verdaderamente humana. Negar el lugar de la fe en la vida pública no puede ser más letal. ¿No lo deja bien claro la historia de los dos últimos siglos?
En la Misa de beatificación, Benedicto XVI, que ya en la vigilia confesaba: «Newman ha ejercido una importante influencia en mi vida y pensamiento», tras destacar en el nuevo Beato «sus intuiciones sobre la relación entre fe y razón, sobre el lugar vital de la religión revelada en la sociedad civilizada, y sobre la necesidad de una educación esmerada y amplia», quiso «rendir especial homenaje a su visión de la educación», que expone admirablemente en «la colección de discursos que publicó con el título La Idea de una universidad». Lo recordábamos en estas páginas de Alfa y Omega, hace ya trece años, justamente haciendo un chequeo a la educación: en estos discursos, el cardenal Newman «afirmaba que, en realidad, sólo dos cosas son indispensables para que pueda existir esta institución —nacida, dicho sea de paso, en el seno de la experiencia cristiana—: alumnos con pasión por aprender y maestros con pasión por enseñar». Tal pasión no puede ser otra que la del corazón que habla al corazón. La Pasión misma de Cristo, que se prolonga en su Iglesia. Se llama santidad, es decir: humanidad verdadera.