Entregarse a la nostalgia para no desesperar - Alfa y Omega

No está de moda la nostalgia; últimamente he oído a muchos intelectuales criticarla. A Ana Iris Simón, por ejemplo, le imputan ese vicio. La acusan de idealizar un pasado inexistente, de soslayar la luz de este tiempo, de oponerse al cambio por ser él quien es, de evadirse de la realidad que le ha tocado vivir consagrando sus días a llorar la ausencia de una que no. La nostalgia no está de moda, digo, y es lógico que no lo esté. Gozamos, eso se nos cuenta, del mejor de los mundos posibles, habitamos la época más avanzada de la historia, ¡somos los mayores beneficiarios de un progreso que no se detiene!

Entiendo, claro, a quienes recelan de la nostalgia, a quienes solo son nostálgicos de los tiempos en los que no había nostalgia. ¿Cómo sentirla cuando vivimos mejor que nunca? ¿Por qué añorar el pasado cuando nuestros dispositivos nos ponen el infinito al alcance de un clic, cuando estamos más informados que ninguna otra generación de la historia, cuando participamos en política como ni siquiera los griegos podían soñar? ¿Cómo querer para nosotros algo de un tiempo en el que no había sanidad pública, tampoco centros comerciales? Hoy podemos viajar, elegir nuestro sexo, divorciarnos, casarnos con nosotros mismos, ¡hay libertad por doquier! ¿Puede acaso el homo sapiens añorar al neandertal, el hombre civilizado desear un retorno a la barbarie?

Pero esto es solo un relato, nada más. La realidad difiere, es dramática, tiene su matiz sórdido. Los hombres viven más aislados que nunca, consumen antidepresivos como gominolas y de vez en cuando se suicidan. En este sentido, el nostálgico, el hombre al que la intelectualidad le imputa el crimen de la añoranza, es quien consigue columbrar la ponzoña que las pirotecnias digitales ocultan con su brillo, quien se abstrae del efectismo, de las conquistas tecnológicas, para hacerse así sensible a la sombra. Sabe que igual que hay progreso también hay degeneración, que el cambio es tan frecuentemente a peor como a mejor. Ama el presente, claro, pero no deduce de eso la obligación de menospreciar todo lo que lo ha precedido.

El nostálgico no participa de la visión progresista de la historia, o lo hace con menos entusiasmo. Mira el pasado con una ecuanimidad de la que nuestros adanistas carecen: no lo concibe como un mal que debe rehuirse, sino como una fuente en la que acaso saciarse. Sabe que hace siglos se descubrieron verdades hoy olvidadas, que se engendraron bellezas que pueden seguir conmoviéndonos. Siente, la experiencia se lo dice, que las generaciones pretéritas pueden decirnos algo relevante sobre el mundo y sobre Dios, que el pasado no es penumbra y tormenta, sino ese mismo claroscuro que es también el presente.

Hay algo, además, que la intelectualidad obvia, un detalle que tal vez altere nuestra percepción de la nostalgia y de sus practicantes: el vínculo que la une con la esperanza. Lo que esperamos coincide con lo que añoramos, está hecho de la misma materia. Deseamos para el futuro lo que hemos saboreado en el pasado y ya no está. Esperamos recobrar la inconsciente, etérea, felicidad de la infancia, la calma devastada por el vértigo, la pasión de las primeras citas; volver a gustar de esas cosas que se nos han arrebatado. Queremos para el futuro las bendiciones que se nos concedieron un día y que ahora yacen sepultadas en algún lugar alejado de nosotros. Nuestra esperanza no se alimenta de abstracciones, sino de experiencias; no de lo pensado, sino de lo vivido. Rescata el pasado, cuanto de bueno hay en él, para sublimarlo y proyectarlo en un futuro que imaginamos más feliz.

Quizá ya no concibamos la nostalgia como lo hacíamos antes. Ya no como la manifestación de una indiferencia, sino como la prueba de una preocupación; ya no como un síntoma de nuestra desesperanza, sino como el antídoto que nos protege de ella. La nostalgia, cada vez lo tengo más claro, nos permite mantenernos en pie en un mundo que se tambalea. Cuando la posibilidad de una guerra nuclear va cobrando verosimilitud, cuando proliferan los ansiolíticos y los suicidios, cuando la tensión social es cada vez más evidente, una de las pocas cosas que nos guardan de la desolación es la esperanza que nace de ella. La esperanza, difusa como cualquier esperanza, imprecisa como todo lo humano, de que las cosas vuelvan a ser como antes: un poco menos lúgubres.