Los cristianos creemos que nuestra existencia es el resultado de la voluntad y del amor de Dios. Que nuestra redención es posible por la vida, muerte y resurrección de Jesús. Que la Iglesia es asamblea de creyentes, autoridad y tradición sostenida a lo largo de los siglos como testimonio de la permanencia del mensaje de Cristo. En sucesivas crisis doctrinales que culminaron en Trento, el catolicismo defendió la libertad del hombre para condenarse o salvarse merced a la misericordia de Dios, el sacrificio de su Hijo y a la moralidad de sus propios actos. Los cristianos hemos proclamado, en un largo empeño culminado en el Vaticano II, que la vida del hombre en la tierra es compromiso con su tiempo y con una eternidad que se revela en cada momento de la historia.
Hay quien considera que no podremos comprender nunca los horizontes de la Providencia. Que el proyecto de la Creación es un enigma y que nuestra fe ha de entregarse ciegamente a unos designios divinos cuya precisión jamás llegaremos a presagiar. Hay quien piensa que relacionar los propósitos de Dios con alguna civilización concreta es una injuria a su universalidad y su misterio. No hay, según esta perspectiva, ninguna civilización en el mundo cuya localización en el tiempo y el espacio, cuya plasmación en ideas, instituciones o textura moral permitan declarar que la Providencia se manifestó en ella ofreciendo orientaciones más claras respecto del sentido de la vida humana y de la Creación entera.
No creo que esta actitud, que llega a condenar el concepto mismo de Occidente tal y como lo hemos entendido los católicos durante siglos, responda a un mayor respeto al carácter universal del hombre. Por el contrario, revela el mismo recelo ante la libertad humana y la trascendencia de la vida terrena que exhibieron el irracionalismo y el antihumanismo protestantes del siglo XVI. También se acusaba de ingenuidad a los cristianos, mucho antes de Trento, cuando afirmaban, al tratar de ser fieles a la tradición inspirada por Jesús, que la bondad de sus actos se vinculaba a la voluntad de Dios. Este rechazo a la posibilidad de conocer el despliegue de la Providencia contiene, en su peculiar exaltación de la fe y su curioso ataque a lo que se considera arrogancia del saber mundano, riesgos de un calibre cercano a los que quiere denunciar.
Una civilización inspirada por el cristianismo
En nuestra defensa de Occidente como civilización cristiana no existe un ánimo de exclusividad en la salvación, ni mucho menos una presuntuosa suficiencia que niegue el misterio profundo de la Creación. Hablamos del cristianismo como lo que da significado a nuestra cultura. Y de nuestra cultura como un orden social constituido, durante milenios, de acuerdo con lo que los cristianos creemos que es un sistema legítimo, cuya moralidad reside en su fidelidad al Evangelio y a la tradición que la Iglesia ha edificado sobre este sagrado fundamento.
Nosotros no podemos conocer los inescrutables designios de Dios. Pero creemos poder interpretar los innumerables acontecimientos en los que el Padre se ha manifestado a lo largo de la historia. De no ser así, la nuestra no sería una fe abnegada, madura y libre, que se entrega con avidez a la misericordia de Dios. Ni siquiera sería fe exactamente, sino algo más parecido a una inmensa cautividad, con el amor diezmado por el miedo y la esperanza mutilada por la resignación. Jesús nació en un tiempo y en un espacio cultural concretos, e imagino que el momento y el lugar en que nació el Hijo del Hombre no será tomado por nadie como pura casualidad. Nació, vivió y murió en la cuenca del Mediterráneo, en el seno de la tradición judía, y cuando el Imperio romano construía las dimensiones políticas y culturales de un Occidente universalizado.
La elección del tiempo y el espacio no fue un acto de superioridad antropológica, por la que unos hombres estuviesen más cercanos que otros al hecho universal de la salvación, sino de congruencia cultural que impulsó el Evangelio en aquella parte del mundo que mejor podía comprenderlo. Eran las culturas clásicas las que habían dignificado la libertad, la racionalidad del hombre y el sistema jurídico motor de un orden político que las protegiera. Occidente creó una civilización inspirada por los valores cristianos, cuya proyección en el mundo nunca dejaría de asentarse en raíces históricas concretas que permitieron concebir una Iglesia universal. Afirmar que no sabemos cómo se ha manifestado minuciosamente el reino de Dios no puede reducir Occidente a una civilización cualquiera, a una cultura cuya vinculación con los propósitos divinos nos hemos inventado en un gesto de estúpido orgullo eurocentrista. Cuando lo que afirmamos, en la defensa de nuestros valores, es todo lo contrario: un acto de profunda humildad y agradecimiento, de intensa responsabilidad hacia los demás, una exigencia de lealtad a la tradición cristiana y una apasionada plegaria por ser capaces de perfeccionarla.