El esplendor de una estrella - Alfa y Omega

El esplendor de una estrella

Alfa y Omega

A María, en Belén, «le llegó el tiempo del parto y dio a luz a su hijo primogénito, lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre, porque no tenían sitio en la posada»: así relata el evangelista Lucas el nacimiento de Jesucristo, y en su libro La infancia de Jesús, Benedicto XVI pone en evidencia el cambio de valores que significa: «Él no pertenece a ese ambiente que, según el mundo, es importante y poderoso. Y, sin embargo, precisamente este hombre irrelevante y sin poder se revela como el realmente Poderoso, como aquel de quien a fin de cuentas todo depende». El Papa, en la homilía de su primera Nochebuena como sucesor de Pedro, la de 2005, ya expresó, con la belleza que encierra la verdad, este cambio de valores que, precisamente, nos sitúa en el centro mismo de la verdad: «Dios es tan grande que puede hacerse pequeño. Dios es tan poderoso que puede hacerse inerme y venir a nuestro encuentro como niño indefenso para que podamos amarlo. Dios es tan bueno que puede renunciar a su esplendor divino y descender a un establo para que podamos encontrarlo y, de este modo, su bondad nos toque, se nos comunique y continúe actuando a través de nosotros. Esto es la Navidad». Y en su libro, no duda en sacar la lógica conclusión: «Así pues, el ser cristiano implica salir del ámbito de los criterios dominantes, para entrar en la luz de la verdad sobre nuestro ser».

El Papa habla de la verdad, y con todo vigor, ante una sociedad que, en buena parte, reduce la Navidad a pura leyenda, como si la realidad fuese lo que ella vive, en medio de la cultura nihilista y relativista dominante, cuando niega, precisamente, que exista la verdad. «Pero debemos preguntarnos –nos dice Benedicto XVI–, con toda seriedad: lo que los dos evangelistas, Mateo y Lucas, nos dicen sobre la concepción de Jesús por obra del Espíritu Santo en el seno de la Virgen María», y su nacimiento en Belén, «¿es una realidad histórica, un acontecimiento verdaderamente ocurrido, o bien una leyenda piadosa que quiere expresar e interpretar a su manera el misterio de Jesús?». El hecho es que, «en Mateo y Lucas, no encontramos nada de una alteración cósmica, nada de contactos físicos entre Dios y los hombres: se nos relata una historia muy humilde y, sin embargo, precisamente por ello de una grandeza impresionante. Es la obediencia de María la que abre la puerta a Dios». Y recordando los hechos, claramente identificables en la geografía y la Historia, añade: «Jesús no ha nacido y comparecido en público en un tiempo indeterminado, en la intemporalidad del mito. Él pertenece a un tiempo que se puede determinar con precisión y a un entorno geográfico indicado con exactitud».

En su visita a Belén, en mayo de 2009, ante la estrella de plata en el lugar mismo del nacimiento de Jesús, como vemos en la foto que ilustra este comentario, Benedicto XVI no está ante una leyenda, «el hecho –escribe ahora en su libro– de que, tras la expulsión de los judíos de Tierra Santa en el siglo II, Roma transformara la gruta en lugar de culto a Tammuz-Adonis, queriendo evidentemente borrar con ello la memoria cultural de los cristianos, confirma la antigüedad de dicho culto. Se puede por tanto reconocer un notable grado de credibilidad a la tradición local betlemita, con la que enlaza también la basílica de la Natividad». Sin duda, el Papa llevaba en su corazón las palabras de su homilía, unos meses antes, en la Nochebuena de 2008, comentando el salmo: «¿Quien como el Señor, Dios nuestro, que se eleva en su trono y se abaja para mirar al cielo y a la tierra?». Así dijo en aquella ocasión:

«Dios es inmensamente grande e inconmensurablemente por encima de nosotros. La distancia parece infinita. El Creador del universo, el que guía todo, está muy lejos de nosotros: así parece inicialmente. Pero luego viene la experiencia sorprendente: Aquel que no tiene igual, que se eleva en su trono, mira hacia abajo, se inclina. Él nos ve y me ve. Este mirar hacia abajo es más que una mirada desde lo alto. El mirar de Dios es un obrar. El hecho de que Él me ve, me mira, me transforma a mí y al mundo que me rodea. Así, el Salmo prosigue inmediatamente: Levanta del polvo al desvalido… Con su mirar hacia abajo, Él me levanta. Dios se inclina. En la noche de Belén, esta palabra ha adquirido un sentido completamente nuevo: viene abajo, precisamente Él, como un niño, incluso hasta la miseria del establo, símbolo de toda necesidad y estado de abandono de los hombres. Dios baja realmente. Se hace un niño. El Creador que tiene todo en sus manos, del que todos nosotros dependemos, se hace pequeño y necesitado del amor humano. Dios está en el establo… ¿De qué otro modo podría aparecer más grande y más pura su predilección por el hombre, su preocupación por él? Nada puede ser más sublime, más grande, que el amor que se inclina de este modo. La gloria del verdadero Dios se hace visible cuando se abren los ojos del corazón ante del establo de Belén». Porque en ese Niño, sí, se ha hecho presente la grandeza, la de Dios, ¡y la del hombre! Ésta, y no otra, es la alegría de la Navidad, una alegría desbordante, porque no acaba, es definitiva, pues en ella está el esplendor de la verdad.