Graham Greene dijo que nunca llegaríamos a comprender la sobrecogedora grandeza de la misericordia de Dios. Son palabras que parecen pensadas para los momentos en que nos cuesta más entender el dolor del hombre y buscamos en nuestra fe la certeza de esa bondad infinita que asociamos necesariamente a la existencia del Creador. ¿Cómo podemos vincular el amor de Dios a nuestra desgracia, a la ruina física de los seres queridos, a la enfermedad voraz que destruye un cuerpo sagrado? ¿Cómo podemos dar sustento a nuestra fe cuando alguien sufre ante nosotros, y cuando la vida inspirada por el aliento divino agoniza, indefensa y martirizada, como si todo el poder y toda la compasión de nuestro Padre celestial permanecieran al margen de esa soberanía abyecta de la naturaleza?
Ante todo cristiano se alzan esas preguntas, con cuyas respuestas habremos de consolar a quienes sufren y tendremos que colmar de esperanza los corazones devastados por la desgracia. La esperanza: de eso se trata. Pues ante el desorden de la aniquilación y la humillación definitiva del cuerpo, el alma está siempre amenazada. Quienes padecen hasta la raíz de su capacidad de sufrimiento pueden hacerlo en un silencio confortado por la fe. Pero la fe y la caridad deben ir acompañadas de lo que corre el riesgo de perderse en estas situaciones pavorosas: la esperanza. No me refiero a la esperanza en la redención, la esperanza en que se cumpla la promesa de la vida eterna. Pienso en la esperanza de no sufrir en vano, de ser protegidos por la oración y la mirada piadosa de quien reina en el universo del Espíritu. Hablo de esas manos tendidas hacia Dios cuando nuestra vida es saqueada por un dolor que nos parece desproporcionado y nuestra conciencia es solo un grito de nuestra carne vulnerada. Hablo de esa plegaria llena de desconcierto con la que los creyentes se dirigen al Padre pidiéndole una respuesta, convencidos de que Dios es presencia viva en todos los momentos de la existencia de cada uno de nosotros. Y es la certidumbre de esa presencia lo que nos trastorna. La fe, la seguridad de que Dios está contemplando el dolor humano, angustia con el más elemental de los interrogantes a los que se ven sacudidos por la abrumadora sensación de fragilidad y de abandono que una enfermedad sin remedio provoca.
Como cristianos, tenemos la obligación de ayudar a quienes sufren ofreciéndoles el consuelo de la fe. Tenemos que hacerlo, además, huyendo de las morbosas complacencias en el dolor que algunos han querido hacer pasar por la verdadera resignación de los creyentes. Debemos izar lo que la enfermedad destruye con más facilidad: la esperanza. Y es muy difícil que esto se logre con exhortaciones al conformismo que son indignas del Evangelio. Jesús no proclamó nuestra libertad para exigir después nuestra apocada servidumbre ante los acontecimientos. Jesús aceptó la voluntad del Padre como resultado de una elección. En la aceptación de ese cáliz estaba la garantía de nuestra salvación, pero hubo de mediar ese acto último de grandeza del Creador, permitiendo que fuera el Hijo el que decidiera seguir el camino más difícil, si en él se encontraba la semilla de una espléndida cosecha: la redención del género humano.
Hágase tu voluntad
Cuando los cristianos decimos «hágase tu voluntad» en cada padrenuestro rezado todos los días, no nos referimos a la ausencia de nuestra propia libertad, sino a su comprensión profunda en un proyecto universal. Cuando nos afligen las peores circunstancias, esas que nos recuerdan nuestras limitaciones corporales, la seguridad de esa muerte física que nos aguarda a todos, en el fondo de ese paisaje demoledor debe preservarse la esencia libre de nuestro espíritu. Hemos de aceptar ese cáliz inevitable con alegría y sin miedo; sin humillación y con esperanza. Es cierto que no podemos elegir no morir. Pero Jesús vertió su sangre para que viviéramos ese trance de otro modo: precisamente como seres libres, inteligentes, destinados a elegir el modo en el que ordenan su existencia terrenal.
Fuimos creados con el don supremo de concebir la felicidad. Y Jesús nos enseñó que no hemos de confundirla con la satisfacción de nuestros apetitos ni con la atención a nuestros deseos. La felicidad que no se trunca es la que encarna la plenitud de la vida, la que contiene lo más puro de nuestra esperanza. Cuando buscamos el significado de ese sufrimiento insoportable que llega a poner en peligro nuestra fe; cuando nuestra respiración angustiada golpea el aire silencioso con una plegaria; cuando nuestras palabras se abren en carne viva ante la mirada de nuestro Creador, solo entonces llegamos a atisbar la grandeza sobrecogedora de su misericordia. Reducido a sí mismo, ese sufrimiento inaudito no tiene significado: es una espantosa vulneración de nuestro amor y de nuestra fe. Pero Jesús nos mostró el camino para que el dolor más profundo tuviera el consuelo más exacto: la esperanza de la salvación. No porque esta vida no valga nada o sea un furtivo y penoso peregrinaje, sino porque Cristo nos reveló que hemos sido creados para imaginar la felicidad, para ver nuestra vida en toda su amplitud, para saber que nuestra conciencia del dolor es un resultado de nuestra libre inteligencia. Para pulsar esa eternidad que nos aguarda al final y que nunca ha dejado de palpitar en nuestro corazón. Porque ser cristiano es vivir con una conciencia permanente de eternidad.