Escribo estas palabras, en la mañana del domingo del Buen Pastor. ¡Bienvenido a nuestro corazón!, pastor Papa León XIV, que el genuino Pastor sea siempre el que te inspire con su Espíritu, para guiarnos a las verdes praderas, aunque sea por peñascales, donde todos trabajemos por el banquete de la paz, como nos has recordado en tus primeras palabras. La paz, el saludo del Resucitado, una paz desarmada y desarmante. Una Iglesia faro de luz, en las grietas de los dolores del mundo, compartiendo en sinodalidad como el pequeño vendedor de panes y peces, que pone a disposición lo que tiene —¡y tú, Señor, multiplicas!— para que todos gusten de la plenitud de un Dios que se hace pan, nos ama a cada uno y cada una, nos llama y nos convoca, invitándonos a seguirle; sin pasar facturas, sin reproches, haciendo fiesta.
Me preguntaban: ¿dos Papas religiosos seguidos? Sí, quizás el Espíritu ha querido de nuevo recordarnos la invitación que nos hacía en el documento final del Sínodo: «La vida consagrada está llamada a interpelar a la Iglesia y a la sociedad con su voz profética», siendo esa avanzadilla del pueblo de Dios, que cobra su sentido en la medida en que se hace servidora, misionera, creíble por su gestos y compromisos, a pesar del momento histórico de disminución, falta de vocaciones, irrelevancia. Como recordaba el Papa León XIV en sus palabras programáticas ante el colegio de los cardenales, quizá es el momento de hacernos y reconocernos «pequeños», de menguar para que Él crezca y sea conocido, amado, reconocido. El Dios de la vida, encarnado, embarrado, para que nuestro mundo recobre la frescura del encuentro, del diálogo franco, que genera vida en abundancia, dignidad humana y abrazos de misericordia, principalmente en las periferias existenciales.
Todo ello sin que en la vida religiosa olvidemos lo cotidiano y la certeza de la fecundidad escondida de tantos hombres y mujeres que cada día, sostenidos por la gracia, acompañan y ofrecen lo que son
—sus vidas, con sus límites incluidos— al anuncio, a la comunión, a la misión, al sueño de la fraternidad y el bien común. Convencidos también de que «todos vamos en la misma barca», «somos carne, de la misma carne humana», convocados a no renunciar a los valores del Reino, peregrinos de la esperanza que no defrauda, de la alegría que, como dice el profeta, «enjuga todas las lágrimas».
En este sentido, León XIV ha recogido el legado de la Iglesia «hospital de campaña» de Francisco y ha renovado los surcos iniciados: «Una Iglesia que no es servidora, que no es puente, no es la Iglesia de Jesucristo». Él ha vencido a la muerte y ha llevado a la cruz todos los dolores y penas de nuestro mundo, para que la miseria y el desconsuelo no tengan la última palabra.
El horizonte para nosotros los consagrados, pues, es la conversión. Pero no solo de las estructuras —que también—, sino para ganar confianza en el que nos envía cada día y en el que nos ayuda a renovar nuestra consagración —el sí de amor— y la oblación fecunda en todos sus ámbitos. Nos queda, entonces, hornear nuestras actitudes y percepciones al fuego de los sentimientos de Jesús, un camino siempre pacífico y humilde, que requiere haber encontrado el «tesoro» por el que se vende todo. Y así, junto con otros, emprender la tarea de la reconciliación, del mundo nuevo, de la civilización del amor y la paz.
«Sois la sal y la luz del mundo». Los consagrados y consagradas estamos llamados a ser esa levadura, «pequeña» e «insignificante», que fermenta la masa y da al mundo sabor a Dios. Esparcir semillas de novedad en las relaciones, generar procesos donde nadie quede fuera o excluido, cantar y alabar a Dios Padre, con toda la tierra, porque nos ha hecho su familia, sus instrumentos humildes y sencillos que buscan en la entrega de cada día calmar la sed de tantos. ¡Sentémonos en el brocal —como Jesús con la samaritana— a escuchar! Devolvamos la verdad que sana sin pasar factura; que repara y recrea. E invitemos a hacer lo mismo.
Corren tiempos recios y suceden también otras revoluciones, como ya nos ha presentado desde el principio de su misión nuestro Papa León XIV. Estas requieren corresponsabilidad, sinodalidad, discernimiento y búsqueda conjunta del querer de Dios.
Estemos despiertos y pongámonos en camino como María. A Ella encomendaba también muy especialmente nuestro nuevo pastor su pontificado, como Madre y discípula misionera. De igual modo, con humildad quisiera que mis últimas palabras, muy al vuelo, sean para Ella, la «esclava del Señor». María sabía guardar todas las cosas en su corazón y cantar con alegría las maravillas que Dios mismo obra en los pequeños y sencillos. Así, deseo que toda la vida consagrada sea «in Illo uno unum», para que otros crean y renueven su fe.