El reciente ascenso al poder en Egipto de Muhammad Mursi, de los Hermanos Musulmanes, es el aldabonazo último ante un mundo occidental remiso a enfrentarse con una realidad que no sabe cómo tratar y resolver; o, más bien, no se atreve. En un feo juego de intereses, Estados Unidos ha autorizado la subida del candidato islamista (con un 51 % de votos, que tampoco es para tirar cohetes); las comisiones que se cobran por acá de los petroleros árabes sería, en conjunto, peccata minuta, constituyendo las ventas de armas o tecnología y los movimientos financieros de jeques especuladores el verdadero meollo de la cuestión.
En este tablero desalmado se soslaya la suerte de las poblaciones afectadas; y, de modo especialísimo, la situación que padecen los cristianos en Oriente Próximo, oprimidos —hoy como ayer— de forma cada vez más agresiva. Abandonados a su suerte en manos de los musulmanes, igual que en el pasado, sólo se les ofrece dos soluciones: la huida, o la islamización. Los egipcios actuales que apedrean, asesinan o queman a los cristianos no tienen la menor conciencia de que sus antepasados directos también fueron coptos. Les basta con asegurar que aquellos eran tiempos de ignorancia, hasta que llegaron las hordas de los clanes árabes, organizadas para el combate, dando lugar a una yuxtaposición de comunidades —más que a convivencia de ningún género— que han vivido de espaldas. En medio de una discriminación sistemática, la comunidad vencida, en el curso de tres siglos, pasó a ser minoritaria, por las mismas causas que se dieron en Hispania/Al-Andalus: fugas y conversiones inducidas —o forzadas— al Islam.
¿Cómo se ha llegado a la situación actual, cuando en el siglo VII todos esos países eran cristianos de forma casi unánime? El pacto de sumisión-rendición de la ciudad de Damasco ante el conquistador Abu ‘Ubayda, jefe militar del segundo califa Omar ibn al-Jattab, es el punto de arranque de toda la política musulmana hacia los sometidos. Éste ha sido el modelo de trato a las poblaciones sojuzgadas que aceptaron la rendición y acordaron un pacto (dhimma) de protección bajo los musulmanes, quienes les hicieron la merced de permitirles continuar en sus tierras y el mantenimiento de sus cultos. No obstante, dos de los principales jurisconsultos del Islam (Ahmad ibn Hanbal y Malik ibn Anas), ya en aquellos tiempos, establecieron cuatro causas para que los dhimmíes perdieran tal derecho de protección: blasfemias contra Allah, contra su Corán, contra su religión, contra su Profeta. Otros tratadistas aumentan o disminuyen las causas de ruptura del supuesto contrato, y de ahí que, en notorios casos de persecución anticristiana de la actualidad (el de la paquistaní Asiya Bibi), se aduzca precisamente el delito de blasfemia, con petición de muerte.
¿Alianza de civilizaciones?
Las relaciones entre musulmanes y dhimmíes han dependido de circunstancias como la economía, el peso numérico de unos y otros, las corrientes y poder de los integristas, los acontecimientos políticos o, incluso, las rencillas u odios de grupo. Las condiciones para cristianos y judíos incluían una larga lista de limitaciones y obligaciones, las más importantes de las cuales se centraban en cortapisas para el culto (reparación de templos, construcción de otros nuevos, campanas, omisión de signos externos como procesiones o exhibición de cruces), legales (valor del testimonio), la representación social (montar a caballo, portar ropas o joyas más ricas que las de los muslimes, edificar casas más altas), la defensa (poseer armas) y, desde luego, los impuestos. Las normativas, variables según países y momentos, incluían también obligaciones como imitar a los mahometanos (por ejemplo, en la onomástica) y gestos de sumisión como ceder el asiento, ofrecer hospitalidad si se demandaba, o dirigirse a los dominadores sin elevar la voz.
Así, es fácil comprender lo irreal de tantas proclamas, como en el presente oímos, del tenor de: «Hay que recuperar el espíritu medieval de Córdoba y Toledo» (Congreso Internacional Islámico, Valencia, abril de 2007); exhortos y admoniciones para compartir la catedral de Córdoba, antigua mezquita (J. J. Tamayo, El País, enero de 2007); o renovada reclamación de Recuperación de la memoria histórica andalusí como paradigma de la Alianza de civilizaciones, a cargo de World Islamic People Leadership (Córdoba, junio de 2007), patrocinada por al-Qaddafi.
La desigualdad es tan escandalosa que los Estados occidentales, por aquello de su carácter aconfesional o laico, omiten toda reclamación de contrapartida del otro lado, con el pretexto de su propia condición neutral en materia religiosa. Se trata de un argumento del cual se benefician los musulmanes que viven entre nosotros, pero que, en la práctica política, es mero escapismo. La solución de este desequilibrio no consiste en recortar libertades y derechos a los musulmanes por aquí acampados, sino en exigir y obtener de la otra parte una igualdad de trato para los cristianos. Porque lo más grave no es la prohibición de la libertad religiosa, o las discriminaciones descarnadas, sino la naturalidad con que los Gobiernos occidentales aceptan una situación tan desigual, generalmente por intereses económicos. Mientras nuestra somnolencia sigue, el goteo de asesinatos de cristianos también.
Serafín Fanjul