Con todo mi silencio - Alfa y Omega

Todas las noches desde que mi hija nació, o, más aún, desde que estaba en el vientre materno hasta los 2 años, rezábamos el rosario antes de irnos a dormir. Ahora que es un poco más mayor y tenemos que adaptarnos, tenemos un variado programa de oración: unos días rezamos con la guitarra, otros, una decena del rosario, un padrenuestro, avemaría y gloria, el agua bendita, y siempre algo de oración espontánea. A veces también contamos un cuento.

Los domingos vamos a Misa, bendecimos la mesa, de vez en cuando hablamos de Jesús, tenemos cuadros de la Virgen por acá y por allá, crucifijos, estampitas, libros espirituales, celebramos las fiestas litúrgicas… Y a pesar de todo este arsenal pedagógico, el otro día, en un arranque de sinceridad, mi hija de 7 años me lo confesó: «Papá, no quiero rezar más». Y cada domingo la misma cantinela: «Papá, no quiero ir a la iglesia, es aburrido». Y yo pensaba: ¿dónde están esos niños que, como santa Teresita, se pasaban el día jugando con un altarcito en la casa? ¡Qué lucha contra los teléfonos móviles, contra YouTube, contra los videojuegos! ¡Qué lucha contra esta cultura de la muerte, contra las distracciones! Dios mío, ¿cómo se gana el pulso a una cultura entera?

Un día que me puse serio con el Señor se lo dije: «A ver si vas a dejar que mi hija se haga atea, ¿es que no me vas a ayudar?». Por si fuera poco, en nuestro carisma tenemos la llamada de asistir a la juventud. Por eso le volví a decir: «Si no soy capaz de transmitir la fe a mi hija, ¿cómo se la voy a transmitir a los jóvenes que me encomiendas? ¿No sería mejor un supercatequista de esos que hay por ahí?».

Algo parecido le dijo san Juan Diego a la Morenita cuando le mandaba a ver al obispo. Es típico. Al final todo lo hace Él, claro. Si Juan el Bautista gritaba en el desierto para suscitar la conversión de las gentes, yo le grito al Señor con todo mi silencio, cada noche, desde el desierto de mi corazón; yo, Antonio Martín de las Mulas, misionero de Jesucristo, siervo inútil.