Homero quiso contar que Aquiles tenía la fuerza de su padre, el rey Peleo, y la gracia divina de su madre, la ninfa Tetis. Esa combinación genética habría causado en él su grandeza. Pero Aquiles no fue producto de la biología, sino de la literatura. No porque el escritor hubiera inventado un ser inexistente, sino porque fue la fuerza de las palabras la que llenó de realidad al personaje: de tanto comparar a aquel hombre con un león, terminó por serlo. La metáfora hizo al hombre.
No solo a Aquiles. Con él, miles de generaciones de niños griegos que escucharon sus versos obtuvieron aquella fuerza sobrehumana, sin ser hijos de ninguna divinidad. Porque en ello consiste el poder de la literatura: en conjurar la realidad más allá de sus puras posibilidades morales o intelectuales. La fantasía no es una fantasmada; sino un porvenir no calculado por nuestro pasado. Cuántos guerreros no habrán hecho de tripas corazón al hacer memoria de sus versos. Porque sí, realmente las tripas se vuelven corazón y el corazón fuego, cuando las alegorías hacen su magia.
Carlos Barral decía que había que sustituir la naturaleza por literatura. Pero no hace falta, porque el ser humano tiene su naturaleza tan por hacer que, en comparación con los animales, casi podría decirse que no tiene. La hechura humana se crea a base de literatura. Los pulmones, el cerebro, la sangre. Todo en nosotros cobra su fisionomía cuando se la compara con el viento, el cielo o la lava. Quien no tiene literatura no tiene futuro por hacer, porque su ser se deshace en la sombra de su pasado moral, se reprime la cerrazón de su lógica y se pierde en el mito absurdo de la genética.
Por eso, la educación no puede concebirse sin literatura. Así lo reclama Mapi Ballesteros en su libro Educación literaria: Por qué es urgente transmitir la cultura literaria a los niños y cómo hacerlo (McGraw Hill, 2025). Como ella misma sostiene, la literatura ofrece al niño la experiencia de cientos de vidas, la amplitud de miles de corazones y los ojos de multitud de generaciones. En la literatura la vida del niño se eleva y ensancha por encima de sus propias fronteras. Sin literatura, su experiencia se reduce a su biografía y se confina en el gueto del destino que el proceso de la historia pretende imponerle. Sin literatura, está condenado a vivir la vida en la que fue encerrado al nacer. Pero la literatura abre su mente y su realidad a un mañana que su ayer no supo imaginar.
Porque las metáforas, decía recientemente Irene Vallejo en un artículo en El País, «dan forma a las percepciones, a la mirada sobre el mundo, a nuestras actitudes y relaciones»; las palabras «modulan y modelan la realidad que respiramos».