El itinerario espiritual de Thomas Merton
En La montaña de los siete círculos no se relatan hechos extraordinarios. Es la Providencia en la vida ordinaria la que lleva a este trapense a encontrar su camino hacia Dios por medio de la religión católica
Se han cumplido 75 años de la publicación de La montaña de los siete círculos, de Thomas Merton, donde nos presenta su recorrido vital y espiritual desde su nacimiento en Prades, en el Rosellón francés, en 1915, hasta su ingreso en la abadía cisterciense de Getsemaní, en Kentucky, en 1948. Toma su título de los círculos representativos de los siete pecados capitales en el Purgatorio de Dante, pero no se relatan hechos extraordinarios, sino que es la Providencia en la vida ordinaria la que lleva a Merton a encontrar su camino hacia Dios por medio de la religión católica.
Los juicios de Merton sobre la sociedad y la cultura de su tiempo, principalmente el período de entreguerras y la Segunda Guerra Mundial, parecen escritos hoy mismo, pues retrata una mentalidad que huye a toda costa de contrariedades y sufrimientos. Es su modo de aspirar a la felicidad. A este respecto, señala: «Si todo lo que se necesitase para ser feliz fuera apoderarse de todo y verlo todo, e investigar todas las experiencias y entonces hablar de ellas, yo habría sido una persona muy feliz, un millonario espiritual, desde la cuna hasta ahora». Experiencias, estudios, amistades, relaciones. De todo eso hay en la vida de Merton, al igual que unos padres cultos y sensibles para las artes, aunque no para la religión cristiana. Por eso, la educación de nuestro autor es más de forma que de fondo, la recibida en Estados Unidos y en Inglaterra. Una combinación de la filosofía griega clásica con los ideales victorianos. Sin embargo, el balance es descorazonador: «Habríamos llegado a ser escépticos importantes, de buenos modales, corteses, inteligentes y aun en cierto sentido útiles. Habríamos podido llegar a ser autores celebrados o redactores de revistas, profesores de pequeños colegios progresistas. El camino habría sido suave y tal vez no hubiera acabado siendo monje».
En la generación de Merton el cine se está convirtiendo en un gran espectáculo de masas, en el que la ficción enmascara la realidad de la vida y los actores son mitificados a los ojos de los espectadores de la década de 1920. Los educadores de Thomas Merton y su hermano John Paul, tras la muerte de su madre, serían sus abuelos. Para ellos, actores como Mary Pickford y Douglas Fairbanks encarnan todos los ideales humanos posibles: ingenio, majestad, gracia, decoro, valentía, amor, alegría, ternura, confianza, fidelidad conyugal. Tal era «el optimismo bueno, llano y confiado de la clase media», en palabras del autor. Pero este optimismo se cambió en tristeza el día en que los dos actores se divorciaron. En su autobiografía, Thomas Merton experimenta la fragilidad y la volatilidad de los valores imperantes, frente a los cuales la religión dista de ser un punto de referencia. Sus abuelos son protestantes, como muchos otros norteamericanos, pero es difícil saber qué clase de protestantes porque se limitaban a decir que todas las religiones son útiles, aunque hacían dos excepciones: el judaísmo y el catolicismo. No es extraño que el joven Thomas creyera que las iglesias son simplemente lugares en los que la gente se reúne a cantar himnos. Además, percibe entonces la vaciedad de aquellos que solo aspiran a pasarlo bien en tanto no perjudiquen a su prójimo. Tal y como observa el autor, su inconsciencia les impide darse cuenta de que vivir para el propio placer termina dañando inevitablemente los sentimientos y los intereses de los demás.
El Merton intelectual de su tiempo, fascinado por las obras de Joyce o D.H. Lawrence, y el simpatizante del comunismo en la Nueva York de finales de la década de 1930, descubre el catolicismo en la liturgia de una iglesia católica. También le influirán las enseñanzas del profesor de literatura de Columbia Mark Van Doren. No era católico, pero le recomendó obras de temas espirituales y filosóficos como La ciudad de Dios, de san Agustín. Paradójicamente, un monje hindú, Bramachari, añadió a la lista de lecturas de Merton las Confesiones de san Agustín y La imitación de Cristo de Thomas de Kempis. Lo hizo porque estaba convencido de la sinceridad de la búsqueda espiritual de aquel joven.
La montaña de los siete círculos es un apasionante itinerario espiritual. Me resulta secundario que su protagonista termine siendo un monje trapense. Su historia no es la de una conversión del entendimiento, sino la de una conversión a la voluntad de Dios. Lo más importante de toda conversión es lo que viene después. Un amigo de Merton, Robert Lax, un poeta judío converso al catolicismo, tuvo ocasión de recordarle que su futuro no pasaba por ser un buen católico sino por querer ser santo, algo que siete siglos antes dijo santo Tomás de Aquino a una de sus hermanas.