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La resurrección de Cristo, aquel hebreo llamado Jesús, reconocido como el Nazareno, constituye el hecho nuclear que fundamenta y alimenta nuestra fe. Fe que comporta algo más que sentimientos, y que prendió en sus discípulos, al comprobar que estaba ¡vivo y presente junto a ellos!, tras su dolorosa Pasión y muerte, transcurridos tres días, tal como lo anunció. Tras la Resurrección, los discípulos redactaron el Nuevo Testamento, pues vieron verificada la Verdad y la fidelidad de su Palabra, sintiéndose testigos oculares privilegiados de estar junto al Salvador, el Mesías esperado. Comprendieron que Jesucristo era la Persona divina del Verbo, el Hijo eterno de Dios Padre que se había hecho verdadero hombre, y que en Él se habían cumplido fielmente, y hechas presentes, todas las promesas anunciadas por los Profetas . Y entendieron que quedó, por su sangre derramada en la Cruz, sellada y extendida una nueva y eterna Alianza de Dios, universal, es decir, con todos los hombres y pueblos de la tierra. Ellos lo vieron, lo palparon. Nosotros, por la fe, lo acogemos bajo el influjo y la gracia del Espíritu Santo, derramado (según su Palabra) a todo corazón humano de ayer, hoy y mañana que se abre a la fe. La presencia real del Señor resucitado fue vivida y compartida en muchas ocasiones con sus discípulos, y está recogida en el Libro de los Hechos de los Apóstoles. Este hecho de la resurrección de Cristo, desde nuestra historia cristiana, se recuerda y proclama diariamente en la celebración eucarística, diciendo: «Anunciamos tu muerte, proclamamos tu Resurrección. Ven, Señor, Jesús». Aunque la Resurrección no es proclamada tan claramente desde nuestra religiosidad popular, al escenificar por calles y plazas su Pasión, y muerte durante la Semana Santa. Desgraciadamente, ninguna de las luminosas y gozosas escenas de Cristo resucitado ante sus discípulos aparecen por las calles…, porque aún no han sido creadas por la gubia de nuestros buenos imagineros y, en consecuencia, no queda bien proclamada ni escenificada ante el pueblo. Cabe preguntarse: ¿por qué dejan tan velado este hecho tan crucial para nuestra vida de fe? ¿Acaso no hemos asimilado plenamente Su resurrección? Sin proclamar debidamente este acontecimiento, nuestro anuncio catequético escenificado en la Semana Santa (al margen de su plasticidad y belleza) queda incompleto.

Jorge Mario Bergoglio nació en el barrio de Flores (Buenos Aires), en 1936. Antes de ser Papa y el líder mejor valorado del mundo, fue niño, adolescente y joven. Jorge era un niño alegre, muy travieso y apasionado del fútbol. Fue su abuela quien le enseñó a rezar y le contaba las vidas de los santos que él escuchaba embelesado. Como cualquier otro niño, Jorge tenía sus particulares tácticas de estudio: para aprender a multiplicar, subía y bajaba las escaleras cantando los números mientras contaba las escaleras. Hay un dicho que me enseñó mi padrino –Si te olvidas de dónde vienes, no sabes a dónde vas–, que me quedó grabado. Jorge Mario nunca olvidó que provenía de una familia modesta. En su adolescencia compaginó sus estudios con pequeños trabajos para ayudar económicamente a su familia. Tras estudiar Química, trabajó en un laboratorio analizando alimentos. A los diecisiete años, descubrió su vocación al sacerdocio, pero no se incorporó al Seminario hasta cuatro años más tarde, después de continuar con sus estudios. A los veinte años, sufrió una grave enfermedad en la que se temió por su vida y tuvieron que extirparle parte del pulmón derecho. A los treinta y tres años, fue ordenado sacerdote; se cumplían así las palabras que le había dicho a una chica, Amalia, cuando tenía doce años: «Si no me caso con vos, me hago cura». Una persona que, tras ser elegido Papa, una de las primeras cosas que hace es telefonear a su amigo quiosquero, no es un superPapa, es una maravillosa y sorprendente persona. Las palabras convencen, pero el ejemplo arrastra.

Al contemplar el cuadro La crucifixión, de Fra Angélico, se ve a Cristo sufriente por el dolor físico, pero a la vez sereno. La explicación de este misterio es saber que, paradójicamente, no está abandonado a su suerte. Dios Padre le reconforta y se siente asistido espiritualmente, lo que le compensa, en parte, de los terribles dolores de la Pasión y cruz. Aunque no lo parece, en las más difíciles circunstancias siempre está allí el Amor de Dios, que vence sobre el mal.

«Si no os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos». Se lo dijo el propio Jesús a Nicodemo, en persona: «Hay que nacer de nuevo», y Nicodemo le preguntó: «¿Y qué he de hacer, entrar de nuevo en el vientre de mi madre?» Jesús no se refería a la carne, sino al Espíritu; tener en Dios Padre la confianza que el niño tiene en su padre y en su madre. Tampoco Judas Iscariote, el traidor, lo entendió. El sabía que Jesús era el Mesías, el Hijo de Dios, y porque lo sabía esperaba que lo demostrase, que ejerciese su omnipotencia. Hasta debía molestarle la mansedumbre de Jesús, y decidiría ponerle en un apuro, para obligarle a actuar. Pero lo que Judas no sabía era que sus planes no eran suyos, eran los de Satanás, que, hoy como entonces, incrementa nuestra soberbia para que nos apartemos de Jesús. Quien sí lo entendió al dedillo fue don Miguel de Unamuno, el cual escribió: Agranda la puerta, Padre,/ porque no puedo pasar;/ la hiciste para los niños./ Yo he crecido, a mi pesar./ Si no me agrandas la puerta,/ achícame, por piedad.