Una rampa al cielo - Alfa y Omega

Una rampa al cielo

La silla de ruedas en la que Lolo permaneció 27 años de su vida imprimió una velocidad insospechada a su carrera al cielo. Desde su muerte, en 1971, hasta este año 2010, en el que la Iglesia lo proclamará beato, habrán transcurrido 39 años, y sólo 16 desde que se inició su proceso de beatificación

Dora Rivas
Lolo, atendido por su hermana Lucy, en 1970.

Resulta paradójico que, cuando un miliciano conocedor de la piedad del joven Lolo bromeaba, durante la guerra, llamándole beato, él respondiera enfadado: «Yo no soy beato ni lo seré». Sin embargo, el próximo sábado 12 de junio, la misma ciudad que le vio nacer en 1920, Linares, será el escenario de la ceremonia que llevará a los altares a Manuel Román de la Santísima Trinidad Lozano Garrido, un seglar sencillo y apasionado que descubrió en el sufrimiento, vivido con alegría, el camino hacia el cielo.

Una de las personas que más nerviosa está esperando ese acontecimiento es su hermana Lucy, su mano derecha durante la larga enfermedad. «Era mi todo; se desarrolló mi afecto como si fuera mi hijo, estábamos muy unidos, fue un regalo de Dios que no merecí», cuenta. Ella creerá estar soñando cuando el prefecto de la Congregación de las Causas de los Santos, monseñor Angelo Amato, presida la ceremonia de beatificación de su querido Lolo, en un acto en el que estarán el nuncio del Papa, monseñor Renzo Fratini; el prefecto de la Congregación para el Culto Divino, cardenal Antonio Cañizares; el exdirector de la Academia Pontificia Eclesiástica, monseñor Justo Mullor; una veintena de obispos españoles; y cientos de familiares y amigos. Será como un sueño, porque, aunque Lucy fue consciente desde muy pronto de que Dios había «hecho obras grandes» en Lolo, nunca pensó en su santidad. Tenía «una vida muy normal» y se comportaba «como un buen cristiano»; sólo cuando murió supo que «era santo», y desde entonces —como su hermano le prometió— tiene «hilo directo con él».

El dolor, como gran restaurador

Cuando se le pregunta a Lucy sobre Lolo, los recuerdos acuden a su memoria como un caudal incontenible. Es difícil quedarse con un solo aspecto de su vida: joven aficionado a los deportes, activo militante de la Acción Católica, estudiante de Magisterio, apóstol de la Eucaristía, periodista incansable, fundador de los Grupos Sinaí de oración por la prensa, consejero, escritor prolífico (alguna vez le confesó a su hermana: «Tengo la cabeza llena de frases y no puedo más»)… Sin embargo, cuando su enfermedad eclosionó, Lolo aceptó ser, «de profesión, paralítico»; él «dejó todos sus proyectos, y fue feliz». Por eso, éste es quizá el aspecto más sobresaliente de su biografía: en el dolor sublimado y ofrecido en unión al de Cristo, encontró la felicidad. Como explica su hermana, «Dios estaba en Lolo, metido de tal manera, que bastaba que le pidiera cualquier cosa para que le dijera: Aquí estoy».

Algunos de los pensamientos más hermosos que Lolo ha dejado escritos tienen que ver precisamente con su vivencia del sufrimiento, al que quiso darle también un sentido de ofrenda por las misiones. En un artículo publicado en la revista Catolicismo (editada por Obras Misionales Pontificias), en 1960, hablaba del dolor como el gran restaurador, y decía que «una úlcera o un fracaso son como un seísmo que tambalea el engreimiento de los cinco puntos sensibles». Para Lolo, «el hombre vuelve a ser con el sufrimiento», porque le hace «salir de una parcela de egoísmo, para entrar de nuevo en la esencial vocación de amor». Él optó por darle «un margen de fe al dolor, en lo que tiene de poda necesaria», y por «vivir en silencio mi hora de germinación con la esperanza a punto». ¡Y de qué manera germinó Lolo!

Estamos sólo a unos días de que su vida sea propuesta como modelo para los cristianos. Las numerosas personas que visitaban a Lolo buscando consejo, o sencillamente para ser escuchadas, se multiplicarán ahora exponencialmente, porque en el cielo Lolo no tiene ya las restricciones del tiempo y el espacio para atender a todos los que acudamos a él.

Un enamorado de la Virgen

En la larga conversación que mantuve con Lucy, me pidió que, al escribir sobre Lolo, no olvidara decir que era «un enamorado de la Eucaristía y de la Virgen». Este texto sobre su querida Virgen de Tíscar da cuenta de ello: «Me quedé, solo, un rato con la Virgen. Me daba cuenta de que mi corazón palpitaba pobre como era yo. Hubiera sido inútil fingir serenidad. Lo niño de mi hombre se arrodilló como un chaval que llora a la puerta del cuarto oscuro. El pensamiento empezó a pasar, una a una, las cuentas del triste rosario de las preocupaciones. Hablé porque me daba empujones la esperanza, y cuando abrí de nuevo los ojos, sólo vi los suyos. Se los noté tan grandes, tan abiertos ante mi cuadro de pesadumbres… En aquellos ojos había algo de la crucifixión de una niña candorosa ante un hombre apaleado y sentí remordimiento. Por eso sólo acerté a pedirle perdón».

Al final de su enfermedad, cuando Lolo se quedó completamente ciego, ya no volvió a ver los ojos grandes de su Virgen, pero ella no dejó de mirarlo nunca; nunca se cansó de contemplar la sonrisa permanente de Lolo, que parecía tallada en su rostro, a tal punto que, a Lucy, lo que más le gusta oír cuando se habla de su hermano es que era el santo de la alegría.