Un diácono en el cementerio: 20 minutos para rezar y consolar
El diácono jesuita Daniel Cuesta ha estado durante una semana en el cementerio de La Almudena rezando responsos por los fallecidos que llegaban hasta allí y acompañando a los familiares en esos momentos de dolor. Se ofreció para echar una mano a los que desarrollan esta labor habitualmente y que estaban desbordados por la crisis del coronavirus
Nada más ser ordenado diácono el pasado 8 de febrero, la agenda del jesuita Daniel Cuesta ya estaba repleta de bautizos y bodas. Lo que no sabía es que, por la pandemia del coronavirus, lo que más dirigiría en estos casi tres meses serían responsos. Cuesta ha estado una semana, la primera de Pascua, de 09:00 a 17:00 horas en el cementerio de La Almudena rezando por los difuntos que iban a ser enterrados o incinerados allí mismo o en otras provincias. Un fallecido tras otro cada 20 minutos. Acudió como voluntario, junto con otros diáconos jesuitas, a la llamada del Arzobispado de Madrid.
Empieza la entrevista con Alfa y Omega reconociendo el servicio de las tres personas que hacen los responsos durante todo el año y, en concreto, de Santiago Pérez, también diácono y coordinador de la asistencia religiosa en el camposanto. Ellos han estado trabajando 12 horas al día durante esta crisis, de 09:00 a 21:00 horas.
Dicho esto, este joven jesuita reconoce «el primer impacto fue muy fuerte». «Llegaba un coche fúnebre tras otro, cada uno con sus tres familiares, y entonces te vas haciendo consciente de lo que está pasando y se impone la realidad. Creo que hasta que no te toca de cerca tienes una imagen de la crisis que se reduce a estar en casa, teletrabajar, llamar a los amigos, oír la Misa por televisión… Para mí ese primer día fue un encuentro con la realidad, que es muy dura, pero que merece la pena que sea conocida por respeto a los familiares y por conciencia social», añade.
En los 20 minutos que estaban con cada familia rezaban un responso breve al que acompañaban con un comentario del Evangelio, con un recuerdo de los familiares que no estaban, ofreciendo una palabra de ánimo o dejando a los familiares que se acercaran al féretro. «No daba para mucho, pero al menos intentamos llevar un poco de consuelo. Compartía estos días con un diácono permanente que las exequias era una de las labores del diácono más bonitas y, a la vez, más oculta. El bautismo y el matrimonio son momentos de mucha alegría y esa misma alegría los compensa. Pero el de las exequias es tan triste pero tan necesario… Es una situación en la que hay que estar», explica.
En la semana que pasó en el cementerio pudo acompañar numerosas personas con nombres y apellidos y sus historias. También a su familia, porque providencialmente presidió el responso de una hermana de su abuelo que había fallecido 15 días antes.
La situación que más le impresionó fue la de una mujer que había perdido a su hermano de 83 años, que era, además, el único familiar que le quedaba. Allí estaban la mujer, Daniel y otro jesuita, que alargaron aquel responso tanto como pudieron: «Ella quería rezar, cantar a la Virgen, todo… Y como sabíamos que iba volver a su casa sola pues quisimos acompañarla allí».
Otra experiencia que no olvidará es la de rezar ante un féretro sin ningún familiar presente. «Habían llamado para decir que no podían venir, pero que querían responso. Experimentamos la oración por los difuntos. A veces vivimos los funerales o exequias en relación con la gente que acompaña, pero allí, aunque no había nadie, también rezamos. Fue impresionante la crudeza de estar delante de una personas a la que solo conoces por su nombre, sin ningún familiar que la acompañe, y rezar por ella para que Dios la acoja», añade.
Otra familia le pidió que la acompañase a la sepultura para enterrar las cenizas de su familias. Son minutos que Daniel Cuesta aprovechó para escuchar y dar una palabra de aliento., de fe y esperanza: «Dios se cuela en esas palabras y algo se transmite». Porque, añade, «Dios pasaba por allí».
—Y al terminar, ¿qué os dicen?
—Nos dan las gracias como mínimo. Todos. También nos dicen que lo que hacemos vale mucho y que no dejemos de hacerlo. La gente intuye que es un momento especial y valora que haya gente allí para acompañarla.
Aunque no descarta que tenga que volver —estaría dispuesto—, Cuesta reconoce que esta experiencia le va a marcar mucho en su vida y vocación. «Te hace darte cuenta de que te ordenas al servicio de los demás y los demás son todos. Gente que ni conocía ni volveré a ver, pero he estado a su servicio, llevando la palabra del Señor en los momentos más trascendentales. Haber podido llevar la esperanza de nuestra fe en estos momentos de dolor me va a marcar muchísimo», concluye.