Anteayer me llamó el padre Osmín, un sacerdote venezolano también del Movimiento Cultural Cristiano, consultándome si conocía alguna institución eclesial para la recuperación de las prostitutas. Me comprometí a llamar a las religiosas adoratrices y le pregunté si me podía explicar qué ocurría.
Muy temprano había llegado a su parroquia, en el desvencijado centro de la ciudad, una muchacha de 17 años que buscaba el amparo de la Iglesia para escapar de la trata de mujeres. A los 14 años, tras discutir agriamente con su madre, se escapó de casa y no encontró otra forma de sobrevivir que entregarse por dinero. Ha recorrido media Venezuela y parte de Colombia, alquilada a los devastadores de cuerpos y almas jóvenes. Así llegó a nuestra localidad, muy lejos de su lugar de origen. Pero, no aguantó más. Huyó del hotel donde debía encontrarse con unos desalmados y pasó la noche escondiéndose de la oscuridad de sus recuerdos.
Al rayar el alba, añorando el abrazo materno, buscó el regazo que siempre nos acoge, la Iglesia y su figura, María. Y ahí la encontró mi compañero, gimiendo a los pies de la Inmaculada, Consolatrix aflictorum, ante la imagen que aparece en la fotografía –en la que también está el padre Osmín y un matrimonio amigo de ambos–. Ella sabía que esa era su casa y su Madre. Lo sabía con la certeza que el Espíritu solo da a los sencillos y a los sufrientes.
Osmín no la juzgó ni quiso salir de aquello rápidamente. Escuchó largamente a la joven, que le fue desvelando el sufrimiento atroz de un alma hecha jirones a causa del pecado del mundo, también del nuestro, como describe magistralmente el escritor francés Van der Meersch. Solo al final del relato de su vía crucis, el sacerdote amigo le preguntó cómo había soportado tanta humillación. «Gracias a la Misa, padre», contestó la adolescente. «He ido todos los domingos, estuviese donde estuviese. Eso me lo enseñó mi abuela en el pueblo donde me crié y es lo que me ha salvado. Si no fuera por la Misa me habría suicidado mil veces. Con vergüenza, me escondía detrás de una columna y le rogaba a Jesús y a la Virgencita que me sacasen de esto. Domingo tras domingo».
Gracias a que en la Iglesia encontró, quizá por primera vez, a alguien que se acercó a ella para amarla y no para utilizarla, esta joven está recuperando la esperanza y ha empezado a restablecer los lazos rotos con su familia, pieza clave para la sanación.
Yo nunca había entendido eso de que «las prostitutas nos precederán en el Reino de los cielos» como hasta ahora: para ellas, como para los demás que llevan el peso de las consecuencias de nuestro mal, la Eucaristía, la Iglesia, la Santísima Virgen… no son juegos burgueses para usar a capricho. Son cuestiones de vida o muerte. Literalmente.