La Pascua y el reto de caminar hacia la unidad - Alfa y Omega

Este año se produce una providencial coincidencia que hace que tanto las Iglesias de Oriente como las de Occidente celebremos la Pascua en una misma fecha. Normalmente esta celebración, la más solemne del año cristiano, manifiesta la división entre nosotros, pues la Iglesia católica romana y las evangélicas siguen el calendario gregoriano, mientras que las Iglesias de Oriente siguen mayoritariamente el juliano y suele haber un desfase de varios días. Que esta coincidencia suceda al conmemorar el 1.700 aniversario del primer concilio ecuménico, celebrado en Nicea antes de las divisiones institucionalizadas entre los cristianos, nos invita a vivir esta Pascua con verdaderos y profundos sentimientos de conversión para avanzar en la dirección de la voluntad del Maestro: «Que todos sean uno» (Jn 17, 21).

La Pascua ha sido la primera fiesta de los cristianos, tanto en su versión semanal (el domingo como Pascua semanal) como anual (solemnidad de la Pascua). Los cristianos hacemos girar nuestra vida, semanal y anualmente, al ritmo de un calendario. Los calendarios suelen establecerse a partir del estudio de los ritmos de los astros y de la naturaleza. Su base es científica, aunque se unan a ella elementos culturales. El calendario cristiano nace de la adaptación del romano, que, desde su última revisión, bajo la autoridad de Julio César, recibía el nombre de juliano.

Con el correr de los siglos, los astrónomos venían observando que se acumulaba un desfase que lo alejaba cada vez más de la realidad astronómica. Por eso en el siglo XVI, tras varios siglos de alejamiento y mutua condena entre Roma y Bizancio, el Papa Gregorio XIII, siguiendo las peticiones formuladas en el Concilio de Trento y tras recoger las propuestas de la Universidad de Salamanca y de diversos grandes astrónomos de la época (Cristóbal Clavio y Luis Lilio, entre otros), dio paso a un ajuste de calendario para aproximarse al ritmo de los astros. En los primeros países en que se implantó, el 4 de octubre de 1582 pasó a ser 15 de octubre. La Pascua, fijada a partir del plenilunio de primavera, se situaría en una fecha entre el 22 de marzo y el 25 de abril, mientras que según el juliano oscilaba entre el 4 de abril y el 8 de mayo.

Empezando por los países católicos y siguiendo por los de tradición protestante, el nuevo calendario se fue imponiendo como el más universal. Incluso países con otras tradiciones culturales de Asia, África u Oceanía lo han asumido gradualmente —los de tradición musulmana, al menos a efectos civiles—. Las Iglesias orientales se han aferrado al juliano porque muchas ya desde el siglo VII se vieron envueltas por la cultura y el ritmo de vida musulmanes y para ellas era la encarnación de su fe y cultura cristiana; y, más tarde, un signo de sus reivindicaciones frente a la Iglesia de Roma. No obstante, en algunos países de esta tradición se vive a nivel civil bajo el gregoriano, aunque a nivel eclesial se mantenga el juliano.

Hemos de reconocer que aún hoy resulta difícil el camino hacia la celebración conjunta de la Pascua. Esto nos hace ver la dificultad de la unidad plena aún no conseguida. Las Iglesias relacionan su identidad con determinados rasgos diferenciales, que muchas veces son más el fruto de sus conflictos históricos con los demás que la expresión de sus verdaderas aportaciones a la comprensión del misterio cristiano.

Es evidente que la unidad es un don de Dios, que se hará más próximo en la medida que nos convirtamos a Él con un corazón humilde y verdaderamente contrito, tanto a nivel personal de cada cristiano como a nivel comunitario. La Iglesia católica se reconoce, como lo hizo en el Concilio Vaticano II, como la que conserva el depósito íntegro de la fe, de los sacramentos y de la moral cristiana. Pero también ella ha de mostrar en el camino de la unidad su conversión al Señor en la fidelidad a la hora de vivir estos dones.

Todo lo que contribuye a poner en evidencia la verdad en la realidad y en la caridad verdadera edifica la unidad. También se ha de recordar que la unidad de los cristianos no es uniformidad, como lo muestra desde los orígenes la riqueza y la variedad de ritos, maravillosa sinfonía de la unidad cristiana. Además, el reconocimiento de las diversidades, la espiritualidad de comunión y las actitudes pastorales sinodales han de vivirse conscientes de la necesidad de una unidad profunda en la comunión con, en y por Dios.