Semana Santa en Madrid y todos pendientes del cielo. Es una bonita metáfora, o quizás, un deseo más trascendental arraigado por la imagen que conecta una realidad ligada a las procesiones con el sentido último que deberían tener.
Cofradías, costaleros, capataces, nazarenos, fieles, devotos y público en general miran a lo alto con la esperanza puesta en que la lluvia no impida la procesión de sus tallas más queridas. Han preparado durante todo el año este momento. Han puesto su ilusión, su esfuerzo, entrenamiento, ensayos, el recorrido, las saetas… y sus plegarias. Han cuidado la talla con mimo, restaurado majestuosos mantos y encendido las velas que hacen brillar los pasos. En cada minuto de ese esfuerzo está el cariño y la profunda devoción por el Cristo que representa cada imagen y su Madre la Virgen Dolorosa que le acompaña en cualquiera de las numerosas advocaciones que tiene. Pero salir o no depende del cielo. Y todos saben que, pese a sus ganas y preparación, hay un elemento ajeno tan poderoso que decidirá si se puede o no. Y a ello se encomiendan. Toda una lección de vida: hacer todo lo que está en su mano y encomendarse al cielo, a Dios, porque dependerán de su voluntad. Y siempre estar pendientes de lo alto.
Y vemos las lágrimas. De quienes celebran y viven en lo más hondo que ha podido salir la procesión por las calles, y de quienes sufren la decepción de que no haya podido ocurrir. Aun con dolor aceptan que habrá que esperar otro año porque Dios lo ha querido así. Los más afortunados presencian posiblemente la expresión popular más espectacular del cristianismo, muy propia de España y de nuestra cultura, que exhibe sin miedo y sin vergüenza la identidad cristiana, la fe, y el amor al Rey de reyes sin que otros mensajes externos puedan imponerse a ese fervor. Que no vacíen de cristianismo la Semana Santa —como hacen con la Navidad— sí que depende de cada uno de nosotros.