Una vida de película
El 6 de junio se celebra la fiesta litúrgica de santa Bonifacia Rodríguez de Castro (1837-1905), fundadora de la Congregación de las Siervas de San José, canonizada el pasado 23 de octubre. La santa tuvo que padecer graves contradicciones dentro de su propia congregación. En vísperas de su beatificación, presidida por Juan Pablo II en 2003, escribía en Alfa y Omega (N. 376) el periodista Ramón Pi:
Los renglones torcidos con que Dios escribió la historia de Bonifacia Rodríguez Castro más parecen formar parte del guión de una película apasionante que de la vida real. Sin embargo, detrás de la escondida vida de la humilde fundadora de las Siervas de San José se percibe una predilección divina que fue respondida heroicamente por esta mujer, beatificada por Juan Pablo II.
Juan Rodríguez, artesano salmantino, murió en 1853 dejando viuda y dos hijas. Bonifacia, la mayor, tenía dieciséis años; era una de las 3.611 mujeres de Salamanca que sabían leer y escribir de las 9.701 que daba el censo: Bonifacia hubo de ponerse a trabajar como cordonera para subsistir. Al cabo de algún tiempo montó su propio taller al que acudieron algunas chicas de la ciudad, atraídas por su testimonio de vida cristiana.
Bonifacia tenía un director espiritual, el jesuita gerundense Francisco Butiñá, a quien confió su deseo de hacerse monja. Pero él le sugirió la fundación de una nueva congregación, cuya finalidad sería recoger a las muchachas sin medios económicos que tenían que incorporarse al mundo laboral en condiciones sumamente precarias, y formarlas para hacer de ellas mujeres sólidamente cristianas y en condiciones de ganarse la vida con un trabajo honrado. El jesuita redactó las Constituciones y la Regla de las Siervas de San José; el obispo de Salamanca, otro catalán llamado Joaquín Lluch, las aprobó inmediatamente, y las primeras nueve tomaron el hábito el día de San José de 1874.
A partir de ese momento comienza una larga noche oscura para Bonifacia: acusaciones, humillaciones, insubordinaciones, enfrentamientos. Hasta llega a ser destituida, en su ausencia. Bonifacia, que aguantaba en silencio, ideó una solución humana: pidió permiso al obispo para ir a fundar una casa en Zamora. La víspera de su partida reunió a las religiosas, les pidió perdón, se echó al suelo y les pidió que pasasen por encima de ella. Muchos decenios después, Tomasa López, que había sido Vicaria de la Congregación, comentaba dolorida y contrita a una monjita joven: «Y yo la pisé, hija, yo la pisé».
Desde entonces, sobre el nombre y la memoria de Bonifacia Rodríguez cayó una losa de silencio que duró hasta 1941. Las religiosas jóvenes de la comunidad de 1883 no supieron más que se había ido a fundar a Zamora, y no volvieron a oír hablar jamás de ella y de las que con ella se fueron. Fueron arrancadas las hojas de la crónica de la Congregación que se referían a Bonifacia; se hizo todo lo posible por borrar su memoria. Durante más de medio siglo, las Siervas de San José desconocieron quién las había fundado. Todo eran rumores y medias palabras. Bonifacia Rodríguez vivió veintidós años en Zamora como desterrada. Cuando León XIII otorgó la aprobación pontificia a las Siervas de San José en 1901, la casa de Zamora no fue incluida entre las aprobadas. Todos los intentos de Bonifacia por unirla al resto de la Congregación fueron baldíos, hasta el punto de que, en el que fue su último viaje a Salamanca, ni siquiera le abrieron físicamente la puerta de la casa.
Una caja escondida
El silencio habría sido definitivo de no ser porque una religiosa llamada Socorro Hernández, que vivió desde que era postulante junto a Bonifacia hasta la muerte de ésta en agosto de 1905, fue escribiendo minuciosamente durante años todo lo que ella le fue contando y lo que ocurrió en Zamora, punto por punto y paso por paso: los principios de pobreza extrema, los progresos en las nuevas vocaciones, los desaires de las de Salamanca, la santidad heroica de la vida de la fundadora. Metió el cuaderno con su testimonio, así como algunos objetos y documentos, en una caja de madera y la enterró junto al altar de la capilla de la Candelaria, junto a la casa zamorana, tras la muerte de Bonifacia. Socorro y Rosario Ferreiro, que la ayudó, se juramentaron para no decir jamás a nadie dónde estaba esa caja: Dios se las arreglaría para que, cuando conviniera, se acabase el silencio y se supiera toda la verdad.
El entierro de Bonifacia en Zamora fue solemne e inusualmente concurrido de sacerdotes y fieles, que querían y admiraban a la religiosa. Y, tal como ella había predicho, no en vida, sino un año y medio después de su muerte, el 23 de enero de 1907, la comunidad de Zamora se incorporó a la casa matriz de Salamanca. Existen testimonios de curiosidad por los orígenes de las Siervas de San José en 1911, 1916, 1924; en Buenos Aires, en 1928, las religiosas no saben contestar al obispo sobre quién las fundó. Hasta que en enero de 1936 la superiora, Isabel Sánchez, que había tenido noticias vagas de la existencia de la caja, conminó a Rosario Ferreiro, única superviviente de aquellos hechos y única conocedora del secreto, a que le dijera dónde estaba enterrada. Hizo falta, para que la anciana religiosa rompiera su obstinado silencio, que su confesor la autorizase a hablar. Isabel Sánchez y Amparo Delgado, Secretaria General, que fue la más activa en el rescate de la memoria de los orígenes de la Congregación, fueron a la capilla de la Candelaria y, tras un día de excavación, dieron finalmente con la caja. Había llegado la hora de Dios, como Socorro Hernández había dicho. La verdad iba a resplandecer.
Estalló al poco la Guerra Civil, la comunidad se encontró incomunicada en las dos zonas, y hubo de ser en 1941 cuando la nueva Superiora General, Aurora Sánchez, y Amparo Delgado comunicaron a toda la Congregación la noticia: las Siervas de San José fueron fundadas el 10 de enero de 1874 por Bonifacia Rodríguez Castro y el jesuita Francisco Butiñá.
La enorme alegría del descubrimiento se coronó en 1945 con el traslado de los restos de Bonifacia de Zamora a Salamanca, donde hoy reposan en un sepulcro situado en la capilla del colegio, en el número 1 de la calle Almarza. El 8 de junio de 1954 se abría el proceso de beatificación en Zamora. El 11 de agosto de 1994 Esteban Vega Pardo, desahuciado por los médicos por un cáncer terminal que le auguraba no más de tres meses de vida, abandonaba el Hospital Clínico de Barcelona curado milagrosamente por la intercesión de Bonifacia. Esteban Vega asistió a la ceremonia de beatificación, celebrada el 9 de noviembre de 2003.
Ramón Pi