La de este domingo pasado fue una de esas noches en que la luna tiene un protagonismo especial. Eclipse y superluna se unían en perfecta ecuación para hacer alzar la vista a millones de personas en casi todo el mundo. Europa occidental, la costa este de América del Norte y toda Latinoamérica fueron testigos de una escena que, dicen los expertos, no volverá a repetirse hasta 2033.
Con mantas en la playa, en las cómodas butacas de planetarios e incluso por ordenador, multitud de miradas se posaban en esa luna conquistada por el hombre aquel julio del 69. Un hombre anciano en Nueva York, una niña recién llegada a Alemania desde Siria, un joven parisino junto a la Torre Eiffel… Todos veían la misma luna, todos miraban al mismo cielo.
Decorado para enamorados, aliada perfecta en poemas y canciones, compañera de noctámbulos y soñadores, la luna es, quizá, la mejor manera de asomarse al inabarcable universo. Mirarla es, en ocasiones, el primer paso para entonar el «de dónde; hacia dónde; por qué», esa pregunta universal que define al ser humano y ante la que el creyente se coloca a una casilla de ventaja respecto al ateo.
Decía Georges Lemâitre, sacerdote belga y padre de la teoría del Big Bang, que «el científico cristiano va hacia adelante libremente, con la seguridad de que su investigación no puede entrar en conflicto con su fe». Porque no hay nada mejor –al mirar a la luna, al intentar contar estrellas, al enfrentar la pequeñez individual ante lo infinito– que saber, que sentir, que tras esa luna y en ese universo, hay Alguien que nos supo, nos pensó y nos amó antes de que existiéramos.