Su sacrificio no termina en el sepulcro. El Cristo muerto de Dostoyevski y Holbein - Alfa y Omega

Su sacrificio no termina en el sepulcro. El Cristo muerto de Dostoyevski y Holbein

Dostoyevski piensa que no hay otra belleza que pueda salvar al mundo sino Nuestro Señor Jesucristo, pero muchos no admiten a un Salvador crucificado, muerto y sepultado. Ésa es la imagen que transmite el Cristo de Hans Holbein, que aparece en la novela El idiota. ¿Puede tener fe quien haya pintado un cuadro así?

Antonio R. Rubio Plo
Retrato de Dostoyevski (detalle), de Vasily Perov. Galería Tretyakov, Moscú.

La novela El idiota es la más autobiográfica de las escritas por Fiódor Dostoyevski. Su protagonista, el príncipe Mishkin, es tremendamente bondadoso, con una acusada inteligencia y la sencillez de un niño, y que padece epilepsia, al igual que el escritor. Mishkin busca de continuo el amor, aunque no siempre sabe distinguirlo de la compasión que le invade en muchos momentos. Su compasión proviene del convencimiento de que los seres humanos tienen la absoluta necesidad de ser salvados por el cristianismo, pero ni el mundo insensible y frágil de la aristocracia rusa de la época, ni el mundo utópico que aspira a construir un reino y una religión en la tierra, aceptan ese tipo de salvación. En cambio, Mishkin, y Dostoyevski con él, piensa que no hay otra belleza que pueda salvar al mundo sino Nuestro Señor Jesucristo.

El problema surge cuando muchos no admiten a un Salvador porque es un crucificado al que depositaron un sepulcro. Un Cristo muerto puede hacer perder la fe a muchos, tal y como asegura Parfion Rogochin, otro de los personajes de El idiota, y que tiene en su casa una reproducción de un Cristo muerto, pintado por Hans Holbein en 1521 y que se conserva en el museo de Basilea.

Lo terrible de la objeción de Rogochin es que la pintura no invita a meditar sobre el sacrificio de Cristo, sino que incluso serviría para llegar a la desalentadora conclusión de que aquel hombre, que tanto padeciera, no puede haber vuelto a la vida. La obra sería, en consecuencia, una certificación del fracaso de Cristo, una constatación de que la Humanidad no necesita salvadores. Por cierto, Dostoyevski decía que quienes aman a la Humanidad en abstracto, en realidad se aman mucho más a sí mismos.

Una imagen molesta

El Cristo muerto de Holbein no deja de ser una imagen molesta. ¿Por qué Mishkin no consigue contar, en las primeras páginas de la novela, la desasosegadora impresión que le produjo contemplar la pintura en Basilea? Su pariente Elisabeta Prokofievna y sus tres hijas, que escuchan su conversación, se limitan a pedirle que lo cuente en otro momento, y eso que ni siquiera Mishkin ha mencionado el título del cuadro. Dostoyevski lo describirá, sin embargo, de forma conmovedora, en la parte final de su novela, y todas sus expresiones parecen ser una absoluta negación de la belleza. En ese Cristo descendido de la cruz, no hay nada de sobrenatural. Es un cadáver que ha sufrido las más terribles torturas. Su aspecto se asemeja a la descripción de Isaías (53, 2), en la que el Siervo de Yahvé no tiene ni apariencia ni belleza para atraer las miradas, ni aspecto que agrade.

El cuerpo de Cristo muerto en la tumba, de Hans Holbein, el Joven. Museo de Bellas Artes, Basilea.

Holbein no parece demostrar ni piedad ni reverencia. Su naturalismo es tan acentuado que lo hubiera asumido Caravaggio un siglo después. Muestra un cadáver al que sólo le aguardaría la descomposición. Admite la terrible pregunta surgida en la novela: ¿cómo pudieron creer los apóstoles que aquel despojo fuera a resucitar? Mas habría que recordar que los apóstoles ni siquiera lo vieron. Tenían demasiado miedo para acompañar al Maestro en el suplicio, con la única excepción de Juan, que permaneció al pie de la cruz junto a María y otras mujeres.

Para recordar la Pasión

¿Puede tener fe quien haya pintado un cuadro así? Puede tenerla perfectamente si su pintura se entiende como una reacción contra esas escenas en la que el Crucificado tiene rasgos divinos y majestuosos, hasta el punto de hacernos pensar que su Pasión es algo secundario, un trámite obligado para la gloria de la Resurrección. Es posible que Dostoyevski se impresionara ante el cuadro porque, en la religión ortodoxa, el Resucitado ocupa un lugar tan destacado que puede llevar a algunos a olvidar sus padecimientos redentores, justo lo contrario de esas otras manifestaciones del catolicismo en las que la contemplación de los misterios de la Pasión lleva a otros a dejar en segundo plano la alegría de la Resurrección. Quizá el escritor se había acostumbrado a un Cristo de nimbos dorados y rostro hierático. De ahí que se estremeciera ante un Salvador que ha sufrido en sus carnes todos los dolores imaginables.

Pese a todo, el Cristo de Holbein no es una prueba concluyente de que las leyes de la naturaleza sean más poderosas que el propio Dios, que terminaría por ser esclavo de su propia creación. El citado texto de Isaías sobre el Siervo de Yahvé también añade que Dios le dará en herencia una gran muchedumbre (53, 11). Su sacrificio no ha acabado en el sepulcro.

No pensemos, sin embargo, que esperar la resurrección de Cristo vuelva a los creyentes insensibles al dolor y a la pena. Los que aman no son indiferentes ante los sufrimientos del ser amado. No lo fue María, la Madre que esperaba la resurrección del Hijo.