Hace medio año una buena amiga me regaló unos bulbos de nardo. Plantamos cada uno los nuestros y, desde entonces, hemos ido compartiendo fotos con la ilusión de ver algún día sus flores blancas y disfrutar de su fresco aroma. Ha pasado el tiempo y las plantas crecen, sí; pero solo de una de ellas asoman unos capullos que presagien flores. Los nardos me han servido de imagen viva para recordar algo esencial que a veces se nos olvida: lo que merece la pena lleva tiempo. Tiene que ser así.
La vida en el noviciado quisiera parecerse a aquella vida de Nazaret en la que, en la rutina de los días, el Niño crecía en estatura, sabiduría y gracia. Los días parecen repetirse: la oración en la mañana, los trabajos de la casa, el estudio personal, las clases, la Misa, la actividad pastoral. Así es un día y otro, una semana y la otra. Todo se repite y parece monótono, pero, paradójicamente, todo tiene sentido: el novicio, como los nardos, va creciendo hacia dentro y hacia fuera. Quien espere que solo el vaivén de novedades puede traerle felicidad, vivirá abocado al desengaño y al fracaso. Nuestra vida no se llena en la novedad, sino en la profundidad. Cuando uno va gustando esta vida aparentemente intrascendente, aprende a ser paciente: a darse tiempo a sí mismo y a dar tiempo a otros; porque cada nardo ha de crecer a su ritmo y dar flores a su tiempo, no antes. Lo que nos queda, en el día a día, es regar, abonar la tierra, cuidarnos de las plagas, proteger de los fríos. Y lo vamos haciendo. La rutina no supone el dejarse llevar hasta el descuido. Es más bien una invitación a hacer lo que hay que hacer y a estar en lo que hay que estar. «¿No sabíais que debía estar en las cosas de mi Padre?». Así, sin más.
Marta es bióloga y sabe de plantas. También sabe de aquella otra mujer, María, que en Betania derramó sobre los pies de Jesús un perfume de nardo puro. Bella imagen: ofrecer nuestras rutinas como la mejor unción a Jesús. Como el nardo.