Con cuerdas de amor - Alfa y Omega

Hace dos semanas recibimos la visita de las familias de los novicios. Era la segunda vez que se acercaban a Bilbao. Para mí ya queda lejos el tiempo de la visita de mis padres, cuando yo era novicio, pero guardo un recuerdo muy vivo de lo que supuso, de los nervios después de un tiempo sin vernos, de la inquietud por saber qué impresión tendrían. Iban a conocer a mis compañeros y a la comunidad mayor de jesuitas. Son muchas emociones para todos, junto a un fuerte deseo de vernos y de compartir tiempo y conversación.

Lo que hacemos es muy normal: nos juntamos para la oración y comemos juntos; damos tiempo para la charla y celebramos la Eucaristía. Y, sobre todo, damos tiempo para que los padres puedan estar con sus hijos. Hay un momento de reunión de los jesuitas mayores con los padres. Rescato de esta reunión dos testimonios. Varios padres comentaban admirados y agradecidos el cambio que habían notado en sus hijos. Decían que los veían más maduros y que, cuando hablaban de la comunidad, se referían a ella como «su casa». Tenían la sensación de que en este momento de su vida estaban donde tenían que estar. El segundo testimonio es el de una de las abuelas: aseguraba emocionada lo feliz que estaba por haber visitado a su nieto, estar con él, conocer a sus compañeros y a los jesuitas que vivimos con ellos y nos encargamos de su formación. Decía que lo veía contento y que eso a ella la hacía muy feliz y la hacía estar en paz. Lo necesitaba.

En la casa natal de san Ignacio puede visitarse la habitación donde nació el santo. En el centro, una sencilla escultura funde en una pieza dos troncos de madera. El que sale del suelo, más viejo y tosco. De él brota el tronco nuevo, más joven y esbelto, que se abre en dos hojas hacia el cielo. Cada uno es diferente, pero solo en su unión se percibe la maravilla de la vida: la frescura de la vocación solo es posible en esa íntima conexión de las cuerdas de amor que nos constituyen, nos dan raíz y nos lanzan al futuro.