¿Quién es el primero?
XXV Domingo del tiempo ordinario
En nuestro caminar por el mundo, tenemos tiempo para muchas cosas. Unos lo aprovechan a tope y acaban dejando tras de sí realizaciones y relaciones importantes. Otros no lo aprovechan tanto y al final de sus días se encuentran casi con las manos vacías y más bien solos.
Pero más allá de nuestras obras, muchas o pocas, y más allá de nuestras relaciones, abundantes o escasas, en el fondo del alma de cada persona late una pregunta callada: ¿Cuál es mi puesto? ¿Quién va por delante y quién por detrás de mí?
Es una pregunta que brota, sin duda, del fondo del corazón de cada uno. Pero es también una demanda alimentada por la sociedad en la que nos encontramos inevitablemente desde que venimos al mundo. ¿No es normal que un niño se pregunte ya bien pronto si su hermanito va por delante de él en el aprecio y el amor de sus padres? ¿No sucede que las niñas, sobre todo, se encuentran en seguida con una especie de exigencia social de tener que ser más guapas que las otras? Y luego, cuando los adultos tienen que valerse en el trabajo o en cualquier otro campo de la vida social, la competencia por el mejor puesto es casi un imperativo inevitable.
Naturalmente, el deseo de ser el primero de la clase, o en el deporte, o en el trabajo, no es un deseo de por sí malo. Al contrario, la psicología humana se configura de tal forma que, sin ese deseo, la motivación para vivir y para hacer las cosas bien se vería debilitada o incluso imposibilitada.
Pero también es verdad que si ese deseo se convierte en compulsivo, si no es moderado por otros puntos de vista, como, por ejemplo, el de la compasión o la justicia, entonces se convierte en una pasión destructiva de la propia persona y de su entorno.
En el pasaje del Evangelio del próximo domingo, los discípulos se quedaron callados cuando Jesús les preguntó de qué habían venido discutiendo por el camino. La suya parece que no había sido precisamente una conversación serena sobre los desafíos que el Maestro les acababa de plantear en la instrucción privada que les estaba haciendo aquellos días. Por eso no se atrevían a responder. Estaban un poco avergonzados de su pasión por el primer puesto, cuando Jesús les acababa de hablar de algo que ellos no habían entendido, pero que intuían que iba por un camino muy diferente del que ellos llevaban.
Como aquellos ingenuos pescadores de Galilea, todos intuimos de algún modo la falsedad de nuestro afán desordenado por ser los primeros. Es un buen comienzo para poder escuchar al Señor y aceptar su enseñanza.
No hay mejor camino para alcanzar la paz del alma y la serenidad del corazón que seguir al Amor omnipotente en su renuncia voluntaria a los primeros puestos de este mundo. Porque el puesto que, para cada uno, merece la pena de verdad es el que Dios nos tiene reservado junto Él: es nuestra Gloria. Pero el camino de la Gloria no puede ser otro que el de la cruz. El primero será quien sepa hacerse voluntariamente el último, al estilo de Dios y junto con Él.
En aquel tiempo, Jesús y sus discípulos se marcharon de la montaña y atravesaron Galilea; no quería que nadie se enterase, porque iba instruyendo a sus discípulos. Les decía: «El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres, y lo matarán; y, después de muerto, a los tres días resucitará».
Pero no entendían aquello, y les daba miedo preguntarle. Llegaron a Cafarnaún y, una vez en casa, les preguntó: «¿De qué discutíais por el camino?».
Ellos no contestaron, pues por el camino habían discutido quién era el más importante. Jesús se sentó, llamó a los Doce y les dijo:
«Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos». Y, acercando a un niño, lo puso en medio de ellos, lo abrazó y les dijo:
«El que acoge a un niño como este en mi nombre, me acoge a mí; y el que me acoge a mí, no me acoge a mí, sino al que me ha enviado».