Son las ocho de la mañana y Eduardo ya está en la sede del Banco de Alimentos de Madrid. Tiene 93 años, pero su afán de ayudar le permite levantarse al alba y llegar hasta la Carretera de Colmenar Viejo, donde se encuentra el almacén que aglutina todo el desequilibrio de una ciudad: lo que desechan unos es lo que necesitan otros.
Allí, Eduardo se sumerge, junto a cerca de otros 200 voluntarios —entre los que se pueden encontrar desde ingenieros industriales hasta amas de casa—, en el trabajo diario de recibir los miles de kilos de alimentos, clasificarlos y colocarlos en las infinitas calles del almacén; o bien descolocarlos si toca el timbre una camioneta que llega a recoger la comida para el Hogar Don Orione, Basida, Proyecto Hombre o las Carmelitas descalzas del Cerro de los Ángeles —entre otros cientos—, según sea el día y la hora que la entidad beneficiaria tiene asignada la recogida.
Lentejas, patatas, arroz, aceite… es una de las múltiples listas a preparar cada día, y que llegarán a buen puerto en menos de una hora. No hay más que preguntar a cualquier responsable de un comedor social en la Comunidad de Madrid: «Una vez a la semana recibimos comida del Banco de Alimentos», es la frase que más se repite en lugares como el Ave María, o el comedor de las Siervas de Jesús, en los que ancianos que perciben una pensión no contributiva, que no da ni para el alquiler de un cuartucho de mala muerte, tienen que hacer cola, a horas intempestivas, para saborear un caldo caliente. La foto también enfoca a familias jóvenes con niños pequeños, que piden a la monjita que les rellene el tupper, por la puerta de atrás, para que sus niños puedan comer en un ambiente familiar. Pobreza vergonzante que mata de desolación, mientras, el restaurante de al lado tira a la basura los sandwiches que sobraron en el día. O la carne. O el pescado. Que alimentaría estómagos vacíos en el vecindario de al lado.
Y es que las dimensiones del despilfarro son estremecedoras: un tercio de los alimentos que se producen en el mundo se tiran, y por cada europeo, el promedio de destrucción es de 179 kilos de alimentos en buen estado, al año. Aunque es en tiempos de vacas flacas cuando se viven las historias más crueles, y también las más bellas. La buena noticia es que la solidaridad también se ha incrementado. En los últimos años, son muchas las instituciones, los organismos públicos, las empresas y las personas particulares que están dispuestas a echar una mano.
Personas como Eduardo, junto a Lola, Rosa, o Javier, que han elegido el Banco de Alimentos para luchar contra el hambre y el despilfarro, y su único objetivo es conseguir que nada se pierda.
«Nadie tendría por qué pasar hambre en Madrid», explica Maite, una voluntaria que trabaja en el departamento de aprovisionamiento del Banco: «Poder ver cómo por una puerta entran palés de yogures, y por la otra salen monjitas, inmigrantes o personas reinsertadas llevándose los alimentos, bien merece los madrugones».