¿Nos duelen los pecados?
Domingo de la Divina Misericordia: en el Año de la fe, para un mundo de corazones endurecidos: así titula nuestro cardenal arzobispo su exhortación pastoral de esta semana, en la que escribe:
Con el segundo domingo de Pascua concluye la Octava de Pascua. El misterio de Jesucristo resucitado, que la Iglesia celebra con gozo desbordante, durante toda la semana que sigue al Domingo de Resurrección, se nos revela como un Misterio de infinita misericordia en lo más hondo de lo que aconteció aquel primer día de la semana judía con Jesús de Nazaret, el crucificado en el Gólgota, resucitado de entre los muertos, como lo había predicho. En ese Domingo de Gloria de Jesucristo crucificado y resucitado, ha triunfado para siempre la misericordia de Dios Padre que, en búsqueda del hombre –el hijo pródigo–, había enviado al mundo a su Hijo Unigénito para salirle al encuentro y salvarle de su pecado y de su efecto terriblemente destructor: la muerte temporal y eterna. El Hijo amado en la unidad del Espíritu Santo, desde toda la eternidad, encuentra en la Cruz al hombre perdido, ofreciéndose como víctima propiciatoria por la multitud de los llamados a ser hijos de Dios: ¡por los pecados del mundo! El amor divino se desborda sobre la Humanidad –los hombres de todos los tiempos– desde la herida abierta en el Corazón sagrado del Hijo, hecho hombre por el hombre cuando éste era enemigo de Dios: es decir, por el hombre pecador. Pecador desde el origen. Pecador que persiste en sus pecados, aun después de saberse amado con infinita misericordia por Dios, su Creador y Redentor. Sí, el pecado sigue tentándonos, a pesar de haber conocido el amor de Jesucristo para con nosotros, y sigue obteniendo victorias tristísimas en nuestra vida de bautizados, que habíamos muerto con Cristo y resucitado con Él, el día de nuestro Bautismo.
En este nuevo segundo domingo de la Pascua de Resurrección, Domingo de la Divina Misericordia, como lo ha querido llamar y valorar espiritual y pastoralmente el Beato Juan Pablo II, el interrogante interior que debe resonar en el corazón de la Iglesia y en el de cada uno de sus hijos e hijas no puede ser otro que el que se refiere a la autenticidad de nuestra conversión: ¿de verdad nos duelen nuestros pecados? ¿Hemos sido sinceros con el Señor en el sacramento de la Penitencia? ¿Hemos reconocido ante el sacerdote, ministro de su perdón misericordioso, nuestros pecados no confesados, recientes y pasados? ¿Los hemos llorado con el dolor de haberle ofendido, despreciando o minusvalorando su misericordia?
Privada y públicamente
Estamos empeñados en la nueva evangelización, respondiendo a la llamada de Benedicto XVI, en las huellas del Beato Juan Pablo II, con docilidad filial a lo que nos vaya señalando nuestro Santo Padre Francisco. Se evangeliza –no podemos olvidarlo ni un instante– anunciando y testimoniando con obras y palabras, en los nuevos escenarios de la Historia, privada y públicamente, la misericordia infinita de Dios. La historia del Sí al Evangelio de la infinita misericordia debe avanzar más aprisa que la historia de su rechazo: ¡la historia de la soberbia del hombre, tentado por el príncipe de este mundo, Satanás, y por los poderes del mal para que rehaga y potencie siempre más y más su soberbia! En nuestra época y en nuestras sociedades y cultura de la segunda década del siglo XXI, bajo la fascinación del ideal de vida humana extraído de la afirmación del super-hombre, fruto intelectual y existencial del pensamiento ateo de los siglos de la modernidad, toda prisa en proclamar y encarnar en la vida el Evangelio de la Misericordia es poca. Porque, frente a la autodivinización del poder del hombre, o dicho con otras palabras, ante la exaltación desmedida del super-hombre, están, como su consecuencia inevitable, las humillaciones del hombre, expresadas y realizadas en las formas más aniquiladoras de la dignidad de la persona humana, que continúan produciéndose con una frecuencia y con una frialdad individual y colectiva escalofriantes.
El pasado sábado se manifestaron en gran número en toda España ciudadanos en defensa de la vida humana desde su concepción hasta su muerte natural, como una acción, para muchos, de exigencia de su fe en Jesucristo resucitado, el Jesús de la infinita misericordia; para otros, como una consecuencia de su aprecio y estima del valor trascendente de toda vida humana. Desde la perspectiva humano-divina del amor misericordioso del Crucificado y resucitado, nuestro corazón y nuestras conductas habrán de rebosar de afecto efectivo para con los más débiles de nuestra sociedad: los niños desde su concepción en el seno materno y en todas las etapas de su nacimiento, los enfermos, los sin-trabajo y los sin-papeles, las familias rotas, los que ven cómo sus empresas quiebran, los tristes y desolados de corazón, los que rechazan a Dios y a su enviado Jesucristo. En el Catecismo, se nos han enseñado las obras de misericordia, como obras espirituales y corporales. Hoy, en el compromiso de todos los hijos e hijas de la Iglesia con la nueva evangelización, conocerlas, aceptarlas, practicarlas y vivirlas es de una extraordinaria urgencia.
El Papa Francisco, en el domingo de su primer ángelus en la Plaza de San Pedro, decía a la Iglesia y al mundo: Dios no se cansa de perdonar, nosotros sí que nos cansamos de pedirle perdón. Hemos celebrado la liturgia del Domingo de la Divina Misericordia como una acción de gracias también por nuestro nuevo Santo Padre Francisco, que el Señor ha regalado a su Iglesia. ¡Sintonicemos con el mensaje de la infinita misericordia, vivida y testimoniada en todas las circunstancias de la vida para esta hora del hombre, tan angustiosamente ansioso de la verdadera y salvadora misericordia, la que se alcanza únicamente por la fe en Jesucristo crucificado y resucitado, el Redentor del hombre!
A María, Reina y Madre de esa divina misericordia, Virgen de La Almudena, confiamos a nuestro Santo Padre Francisco. A ella suplicamos que el gozo y alegría de esta nueva Pascua del año 2013 nos sostenga en el servicio a la nueva evangelización en la Misión Madrid que, en los próximos domingos, quiere llegar vibrantemente a todo el territorio diocesano con el anuncio –el Kerigma– de que Jesucristo ha resucitado.
Con mis renovados augurios de una feliz Pascua de Resurrección y con mi bendición.