Peter Handke es un escritor notabilísimo. Eso sí, es de la rama de los raritos, con quienes los críticos se ponen las botas prorrumpiendo juicios brutales, por no ser directamente accesibles. En nuestro país le conocemos por su colaboración con Wim Wenders en el guión de la espléndida película Cielo sobre Berlín, y por su novela El miedo del portero al penalti. Hace poco tiempo, sorprendía a la crítica internacional haciendo pública manifestación de su conversión al cristianismo ortodoxo: «Creo que se puede vivir lo ordinario a la luz de una presencia eterna». En el terreno del teatro, ha escrito mucho y de calidad irregular. Mea culpa es una genialidad, un monólogo sobre la historia de un hombre que nace y cuenta lo que le sucede: «Vine al mundo, llegué a ser, me engendraron (…), vine con la carga del pecado original. Ya demostré mi maldad envidiando a mi hermano de leche. Desde mi primer día de vida, no estuve libre de pecado. Di rienda suelta a mi maldad pisoteando seres vivientes. Fui desobediente por amor al juego».
Ahora llega al teatro Valle Inclán de Madrid Quitt, del escritor vienés. Quitt es el jefe de un emporio empresarial. Amenazado por la crisis, propone a unos empresarios la fundación de un holding para dejar a los competidores en la cuneta. Pero Quitt no cumple con su palabra y lleva a sus colegas a la quiebra.
La obra es primerísima, de 1973, nacida en plena crisis del petróleo. Lluis Pasqual, director del montaje, la ha recuperado por su incontestable actualidad. El lenguaje es, muchas veces, procaz, y uno de los personajes es un sacerdote cuya presencia es lamentable, al estar al mismo nivel del resto de empresarios. La obra tiene un trazado muy experimental. Handke se alimenta de Samuel Beckett, con monólogos separados por paredes de hormigón, saltos de perspectiva, etc. Pero Quitt no es primordialmente un juicio sobre el capitalismo, sino las consecuencias de una vida sin significado. Al protagonista le gustaría jugar algo más que el papel de empresario, quiere ser un alguien. Vivir no le basta; quiere saber cómo hacerlo. Sin sentido, «olvidaremos en el futuro honrar a nuestro padre y a nuestra madre». No habla con su mujer, ella es una extraña absoluta, una presencia menor. Nadie se escucha, sólo oímos el corazón anhelante de Quitt gritando que alguien lo salve.