Laicismo en la escuela - Alfa y Omega

El hombre más influyente en la Segunda República fue Manuel Azaña. Político bien preparado, culto, excelente escritor y orador, pensador notable. Soberbio, por confesión propia: «Yo no tengo por qué arrepentirme de nada de lo que hemos hecho», se atrevió a decir en un discurso el 16 de abril de 1934.

Tuvo una concepción excluyente de la República, a la que puso por encima de la Constitución. La República era para él «el único régimen nacional posible para el pueblo español. (…) No es posible en España otro régimen que la República y todo lo que vaya contra el régimen republicano va contra el interés nacional». El que no era republicano era fascista o estaba cerca. Era un enemigo.

Él se glorió de haber hecho posible el sectario artículo 26 de la Constitución, cuando introdujo, es verdad, la enmienda decisiva de disolver la Compañía de Jesús y nacionalizar sus bienes para no disolver todas las órdenes religiosas y confiscar todos sus bienes, como pedía el proyecto constitucional. Y amenazó con dejar volver al viejo texto, en caso de que alguien quisiera suprimir el artículo.

Siempre negó que hubiera persecución al catolicismo, y afirmó que se respetaba la libre voluntad personal de cada fiel. En la plaza de toros de Castellón, el 12 de noviembre de 1933, desafió, entre grandes aplausos, a quien quiera que le dijera: «Yo no puedo ir a misa, yo no puedo confesarme, yo no puedo morir como un católico, porque me lo prohíbe el gobernador o el ministro de la Gobernación». Como si toda la vida católica fuera eso.

En ese discurso confesó que la «principal consecuencia de la política instaurada por la Constitución y por la ley de congregaciones religiosas» era «el laicismo en la escuela», y no se cansaba de repetir que la base de la República estaba en la escuela, en las escuelas laicas de las que un día habían de salir los republicanos del día de mañana, «los hombres de conciencia emancipada y libre, educados en un sentimiento político cívico y español auténtico, liberándolos no de esta creencia o de la de más allá, sino de la imposición prematura y temprana y del aprovechamiento de la creencia religiosa desde la infancia, para formar no ciudadanos, sino siervos, que eso es lo que hemos querido proscribir, y de esa proscripción ha de salir la única raigambre sólida de la República española». Sólo la escuela laica era compatible con el interés nacional. Sólo ella era la escuela patriótica.

Por algo fue también Azaña el que, a la prohibición a las órdenes religiosas de ejercer la industria y el comercio, añadió la de la enseñanza. Además, el artículo 26, símbolo, según el prohombre republicano, de la libertad de la Iglesia así como del Estado, en sus mutuas relaciones, sometía a las confesiones religiosas a una ley especial, suprimía cualquier ayuda económica a las Iglesias y asociaciones religiosas por parte de cualquier institución estatal, extinguía en el término de dos años el presupuesto del clero y dejaba en el aire de la posibilidad la nacionalización de los bienes de las órdenes religiosas. ¡Toda una panoplia de libertades!