La reforma de la Curia está todavía en fase muy preliminar, pero el Papa ya ha lanzado dos claros mensajes sobre sus intenciones. La primera es el deseo de potenciar la colegialidad. Ésta es una idea central en el Concilio Vaticano II, plasmada en la creación del Sínodo de los Obispos, en la constitución de las Conferencias Episcopales, o en las reformas de Pablo VI y Juan Pablo II, que culminaron el proceso de internacionalización de la Curia, y su más eficaz configuración al servicio de las necesidades de las Iglesias locales. Ahora el Papa quiere tener a su lado a un grupo de cardenales con amplia experiencia de gobierno diocesano, procedentes de los cinco continentes. Culminado el encargo del estudio de la reforma de la Curia, parece lógico pensar que querrá mantener a su lado, si no a este mismo grupo, sí a algún otro similar que le permita gobernar la Iglesia desde una perspectiva más universal.
La segunda idea tiene que ver, no con el qué, sino con el para qué de la reforma. La Iglesia afronta hoy una situación crítica, aunque no por el Vatileaks ni el IOR. La respuesta no está en ningún dossier secreto preparado por Benedicto XVI, sino a la vista de todo el mundo: se trata de las persecuciones en China y de la apostasía en Europa; de las guerras y el hambre en África, y del desprecio a la vida humana que propagan la ONU y muchos Gobiernos; se trata de los pobres, de los emigrantes y de tantas personas solas, sin nadie que se preocupe por ellas. El Evangelio ha sido anunciado en todo el mundo, pero en cualquier rincón del planeta al que se mire, se percibe la imperiosa urgencia de llevar a Dios. Por eso el Papa insiste tanto en que la Iglesia debe salir de sí misma. No quiere curas y obispos-burócratas, sino pastores con olor a oveja, volcados de palabra y obras en el anuncio del Evangelio. Continuamente se refiere a la burocracia en términos casi despectivos, y no por malquerencia a los funcionarios, ni por veleidades reformistas. Cierto grado de institucionalización es imprescindible en la Iglesia, pero no un fin en sí mismo. Si la Iglesia existe para evangelizar, habrá que plantearse otro tipo de preguntas: ¿somos creíbles en nuestro estilo de vida? ¿Salimos lo suficiente al encuentro de los alejados? ¿Por qué llega distorsionado nuestro mensaje al mundo? De cosas así tratará esta reforma.