La primera biblioteca pública de América
Fue fundada por un obispo navarro, Juan de Palafox, que durante su estancia en Puebla (México) donó 5.000 volúmenes a la biblioteca de un colegio que él mismo erigió
Se llamaba Juan de Palafox y fundó la primera biblioteca pública de América. Era navarro, de Fitero, donde había nacido el 24 de junio de 1600. España era entonces el imperio más poderoso del mundo. Juan era lo que entonces se llamaba hijo ilegítimo del marqués de Ariza y de una dama de la nobleza aragonesa. Abandonado de niño, su padre lo reconoció a los 9 años. A partir de ahí, empezó un cursus honorum que lo llevó a recibir una educación excelente —estudió en las universidades de Huesca, Alcalá y Salamanca— hasta doctorarse en Leyes por la Universidad Menor de Portacoeli de Sigüenza (Guadalajara). Era un ejemplo deslumbrante de hombre del Siglo de Oro. En 1629 fue ordenado sacerdote. El conde-duque de Olivares lo propuso para fiscal del Consejo de Guerra, de ahí pasó al de Indias y terminó siendo su decano. Fue visitador de las Descalzas Reales —ya hablamos de la importancia que este monasterio tuvo en la España de los Austrias—, y sirvió como capellán mayor de la emperatriz María de Austria, la hermana del rey Felipe IV. Estaba llamado a los más altos destinos civiles y eclesiásticos. No sorprende, pues, que en 1639 fuese nombrado obispo de Puebla de los Ángeles de Nueva España. México lo esperaba.
Si ya resulta difícil imaginar la opulencia de los virreinatos americanos, la de la Nueva España es casi inconcebible. Por toda América, allá donde llegaban los españoles se alzaban iglesias, conventos y monasterios. La lista de las universidades fundadas en el Nuevo Mundo es asombrosa: la Real Universidad de la Ciudad de los Reyes (Lima, 1551), la Real Universidad de México (1551), la Real y Pontificia Universidad de Santo Tomás de Aquino (Santo Domingo, 1538), la Real y Pontificia Universidad de Santiago de la Paz y de Gorjón (Santo Domingo, 1558), la Pontificia Universidad de Santo Tomás de Aquino (Bogotá, 1558) … La lista de colegios y estudios generales, muchos de ellos germen de centros universitarios, es simplemente inabarcable. Evitaré recordar que la Universidad de Harvard se fundó en 1636. No hace falta abusar en las comparaciones con los dominios británicos o franceses. Baste señalar que los virreinatos americanos eran uno de los centros culturales más importantes del mundo. Desde China hasta Sevilla, las formas culturales se influían, se mezclaban y se entrelazaban en un fabuloso mestizaje que el Museo del Prado evocó hace algún tiempo en su exposición Tornaviaje.
Allá llegó nuestro Palafox. Durante diez años desempeñó la cura de almas y el ejercicio del poder político. El Diccionario Biográfico de la Real Academia de la Historia resume sus cargos: «Visitador de los ministros y tribunales de Nueva España; juez de residencia de dos virreyes; gobernador y capitán general; presidente de la Real Audiencia Civil y Criminal; visitador de la Universidad de México y del Tribunal de Cuentas», y añade: «Nadie, antes ni después, ostentó juntos (tota simul) tantos honores ni encomiendas». No temió imponer la disciplina ni reformar las costumbres. Se enfrentó con las órdenes más poderosas de su tiempo (franciscanos, dominicos, agustinos) y se atrevió incluso con la mismísima Compañía de Jesús. Tuvo en contra hasta la Inquisición mexicana. Eran demasiados enemigos. Palafox cayó en desgracia y hubo de regresar a España.
Sin embargo, su obra cultural quedó en México y aún nos asombra: ordenó la construcción del Seminario de San Juan y la de los colegios de San Pedro y de San Pablo. A este último le donó su biblioteca personal, de más de 5.000 volúmenes, que se conserva hoy con el nombre de Biblioteca Palafoxiana. Erigió más de 50 templos parroquiales. Renovó los estatutos de la Universidad de México. Apoyó el establecimiento de la imprenta en Puebla y fue, en general, un generoso mecenas de las artes y las letras. Se hace inevitable recordar que el primer incunable español también vio la luz gracias a un obispo.
La historia de América resulta incomprensible sin la labor de la Iglesia. Desde las misiones jesuíticas hasta los sonetos de sor Juana Inés de la Cruz; desde La púrpura de la rosa, a partir del libreto del sacerdote Pedro Calderón de la Barca —sí, sí, el de La vida es sueño— hasta la obra colosal de fray Bernardino de Sahagún, precursor de la antropología y estudioso del náhuatl, América es lo que es gracias a la Iglesia. Los intentos de reavivar la leyenda negra son peores que una mentira: son una injusticia.
Pero no nos entristezcamos: Cristo ha vencido al mundo y su Iglesia sigue viva hoy no solo entre los muros de las bibliotecas, las universidades y los colegios, sino en las oraciones que cada día elevan millones de americanos, en la memoria de los santos que dio el continente —ahí están nada menos que san Juan Diego Cuauhtlatoatzin (1474-1548) y santa Rosa de Lima (1586-1617)— y en la fe de unos pueblos, los pueblos americanos, que ha resultado ser más sólida y más firme que todas las ideologías totalitarias que han tratado de acabar con ella.
No debió de hacerlo tan mal, en fin, nuestro Juan de Palafox. En 2011, de hecho, fue beatificado en la catedral de El Burgo de Osma.