Tornaviaje en el Museo del Prado: el viaje de regreso - Alfa y Omega

Tornaviaje en el Museo del Prado: el viaje de regreso

La exposición propone un recorrido por los intercambios artísticos entre España y los virreinatos americanos

Ricardo Ruiz de la Serna
‘Las apariciones de Nuestra Señora de Guadalupe’, de Morlete. Catedral de Santiago de Compostela. Foto: Museo Nacional del Prado.

Si uno quiere comprender qué es España, debe visitar esta exposición en el Museo del Prado, hasta el 13 de febrero. Patrocinada por la Fundación AXA y comisariada por Rafael López Guzmán, catedrático de la Universidad de Granada, con la asistencia de Jaime Cuadriello y Pablo F. Amador, del Instituto de Investigaciones Estéticas de la UNAM en México, Tornaviaje. Arte iberoamericano en España propone un recorrido por los intercambios artísticos entre España y los virreinatos americanos con especial atención a la pintura, la escultura y los objetos cotidianos. El arte profano y el arte sacro se dan la mano y reúnen piezas que decoraron palacios y capillas en un recorrido bellísimo que no excluye ni la delicadeza ni el asombro.

El visitante debe recorrer sus cuatro secciones –«Geografía, conquista y sociedad», «Imágenes y cultos de ida y vuelta», «Las travesías del arte» e «Impronta indiana»– con la mirada abierta a la maravilla que se presenta ante sus ojos. Ha de disponerse a mirar cara a cara a príncipes aztecas y a contemplar las ciudades del Nuevo Mundo con los ojos bien abiertos, como los tendrían aquellos españoles que, desde Europa, admiraban la belleza de estas custodias, estos cofres y estas alcancías. Tómese su tiempo para ver en detalle la tabla de 1698 pintada por Juan González y Miguel González titulada Conquista de México: destrucción de Tenochtitlan. Recuerden la observación de Alfonso Reyes en Visión de Anáhuac («Viajero: has llegado a la región más transparente del aire»). Presente sus respetos a Los tres mulatos de Esmeraldas, los descendientes de esclavos que estuvieron alzados en armas en Ecuador y cuyo retrato vestidos con golas españolas, ornatos prehispánicos, sedas asiáticas y collares africanos de dientes de tiburón se envió al rey Felipe III como prueba de su sometimiento y pacificación. Pasee la mirada por la plaza del Volador de la Ciudad de México gracias a este óleo que pintó Juan Patricio Morlete Ruiz en 1772.

‘Caimán / cocodrilo’. Diócesis de San Cristóbal de la Laguna. Foto: Museo Nacional del Prado.

Pero no se detenga el visitante. Dirija sus pasos a la sección de las imágenes y los cultos. No se apresure. Está usted en un palacio de la España del Barroco. Aquí reina el sosiego. Alce la vista. Lo recibe la Inmaculada Concepción, la Virgen de Guadalupe, la Virgen de Copacabana, Nuestra Señora de Santa María la Redonda, Nuestra Señora de los Remedios de Naucalpan, la Virgen peregrina de Quito, la Virgen de Chiquinquirá, la de Valvanera, la de Atocha, Santa Rosa de Lima… En fin, una fiesta para la devoción mariana que, a ambos lados del Atlántico, dio a luz estas joyas que ahora podemos ver con agradecimiento y devoción. Les confieso que, de todas, mi preferida tal vez sea la de Guadalupe, que se le apareció a Juan Diego Cuauhtlatoatzin y cuya historia me contó mi madre. De Madre a madre, hay cosas que no se borran.

Resistan los asistentes la tentación de acariciar estos muebles delicadísimos, estos biombos coloridos y estas maderas nobles cuyos barnices relucen en las arcas y las arquetas. Sitúense frente a esta extraordinaria cruz procesional de plata fundida, repujada, cincelada, calada y dorada, que tiene más de cuatro siglos. Imaginen al Santísimo expuesto para la adoración eucarística en esta custodia de plata sobredorada, martilleada, fundida, calada, relevada, cincelada y traída a España desde Quito para la Muy Antigua, Pontificia, Real e Ilustre Hermandad Sacramental de Nuestra Señora de las Angustias en la señorial Granada. Traten de figurarse la belleza de la liturgia tridentina que permitía a los fieles atisbar, siquiera lejanamente, la gloria de Dios con todos sus ángeles y con todos los santos de la Iglesia triunfante.

Cruz procesional de Jerónimo de Espellosa. Diócesis de San Cristóbal de la Laguna. A la derecha: Custodia. Realizada en un obrador de Quito para la Hermandad de Nuestra Señora de las Angustias de Granada. Fotos: Museo Nacional del Prado.

Apenas hemos salido del arrobo y la contemplación –«Quedéme y olvidéme, / el rostro recliné sobre el Amado, / cesó todo y dejéme, / dejando mi cuidado / entre las azucenas olvidado», escribiría san Juan de la Cruz– cuando llega el cocodrilo. Sí, un cocodrilo disecado que vino de América hasta la ermita de Nuestra Señora de las Angustias, en el pueblo tinerfeño de Icod de los Vinos, perteneciente a la diócesis de San Cristóbal de La Laguna. Las maravillas de América no eran solo sus riquezas, sino su naturaleza. Imaginen a aquellos canarios que recibieron esta pieza llegada de allende el océano. Algo parecido debieron sentir los que llegaron, por primera vez, al continente y vieron las selvas frondosas, los ríos anchísimos y animales cuyos nombres ni siquiera conocían. Uno se pregunta qué sintió el primer español que probó la fresa, el maíz o la patata. Seguro que sintió miedo el primero que se enfrentó a un jaguar o a los hermanos de este cocodrilo.

Esta exposición brinda al visitante la ocasión de comprender más de sí mismo. No hay historia de España sin historia de la América Hispana. El mestizaje, la lengua y la fe católica dieron a la hispanidad una identidad característica. Decía Julián Marías, uno de los grandes conocedores de nuestra cultura, que ningún hispanoamericano es extranjero en España, sino que es, en todo caso, forastero. Estas obras de arte, que acompañaron la vida cotidiana de generaciones de españoles, llegaron del otro lado del océano en un tornaviaje que ahora se recuerda.