El 3 de febrero de 1947, en el sanatorio madrileño de Chamartín de la Rosa, murió de tuberculosis el poeta santanderino José Luis Hidalgo. No había cumplido aún los 27 años. Sus amigos José Hierro y Ricardo Blasco apresuraron desesperadamente la edición de su tercer libro de poemas, que había contratado la prestigiosa colección Adonais. Sin embargo, Los muertos, uno de los libros fundamentales de la lírica española de la primera posguerra, no pudo ver la luz antes del fallecimiento de su autor. Se truncó de este modo, tan ligado a las condiciones de la España de aquel tiempo, una existencia prometedora que logró poner dos libros interesantes y un texto prodigioso en la historia de nuestra literatura. Así lo lamentaron quienes habían conocido a aquel pintor y escritor: Aleixandre, Gerardo Diego, Crémer o Bousoño, voces tan autorizadas para medir la tragedia de esa pérdida, y hombres esenciales para comprender la hondura y calidad de su testimonio lírico.
Hidalgo había escrito durante su temporada en el infierno de la guerra, en el frente del sur, un primer puñado de poemas que reunió bajo el título de Raíz. Era aquella una poesía caudalosa, de imágenes amplias y verso extenso, en cuya plasticidad y brillantez respiraba el aliento de Lorca y Aleixandre. Era el tipo de poesía que brota de un mundo lleno, impetuoso, acechante, cobrando forma y vida ante los ojos asombrados del hombre. La poesía es entonces urgencia y deslumbramiento, pero también la puesta en orden de esa excitación de la materia. Es elección de la metáfora como forma de conocimiento. Es anchura del lenguaje, avidez de la palabra tendida a un aire que no deja de brotar, misterio poblado de raíces oscuras, agua constante que desmantela su forma entre las cosas, movimiento existencial. Vida sin más, clara, directa y cierta: espejo inmenso de la creación. No es la poesía de la meditación, sino del júbilo, del ascenso al cielo astillado por los árboles, de bajada a la nervadura íntima de la tierra. Es un cántico de gozo, de plenitud y de afirmación de ser conciencia del mundo, dicha de ser creados para vivir en el proyecto unánime de Dios: «Es la savia del mundo que pasa por mi cuerpo,/voz de retorno eterno por un mismo camino/ Sí, Sí, siento que me confirmo/porque soy para el mundo causa de su presencia».
En Los animales, Hidalgo elogió el esplendor de la humildad. Allí estaba la inocencia completa de los roedores, de los insectos, de las fieras salvajes, de las bestias de carga. Allí estaba otra forma de alegría y de apego a la tierra que miraba al hombre desde su extraña serenidad: «Por sus ojos eternos, donde se mira el mundo/pasa el tiempo temblando entre los viejos árboles».
En Los muertos, el escritor cántabro había de encontrar esa puerta hacia la madurez de un estilo propio, inconfundible. Ese salto milagroso se produce en la juventud o no llegará a darse nunca en un poeta. De hecho, es lo que distingue al verdadero creador del artesano inteligente. Es lo que distingue a la poesía de un ejercicio de imitación más o menos logrado. No fue la inminencia de su temprano fin lo que condujo a Hidalgo a aquella aproximación lírica a la muerte del hombre. Este libro es el resultado de la larga experiencia de la poesía española con la muerte, y el producto de la catástrofe española vivida de tan cerca. Es, además, un libro que habla de Dios. De Dios como creador, de Dios como espectador, de Dios como silencio. Y, en este sentido, la poesía de José Luis Hidalgo recuerda lo más hondo del esfuerzo por dialogar con Dios que nutrió la poesía española en un tiempo de crisis espiritual, de Unamuno a Juan Ramón, de Antonio Machado a Dámaso Alonso.
Para hablar de la muerte, se despojó Hidalgo de la imaginería frondosa de Raíz y de la ternura irónica de Los animales. El lenguaje pasó a ser tenso, sobrio, tenue. Las palabras quieren hablar a media voz. Esta voz intenta averiguar algo demasiado grave y demasiado cierto de nuestra condición de hombres, que no puede permitirse el lujo de la estridencia o el estrépito de la banalidad. Es una minuciosa mirada al hecho de morir, al destino impasible de todo ser creado. Es oración a la tierra receptora de la carne exhausta. Es hermosa descripción de la continuidad del mundo cuando el individuo ha muerto: el crepúsculo frío, el agua empapando la carne deshabitada, las flores exhaladas entre los huesos pálidos, la tierra abriendo poros en la piel descompuesta. Pero es, al final y sobre todo, pregunta a la eternidad presentida en la que Dios se apiada constantemente de nosotros. Es protesta también por el fin que nos aguarda, por esa muerte presenciada tantas veces. Es decirle a Dios, al borde de la desesperación, que él habrá de morir con nosotros también, que él desaparecerá de nuestra conciencia si nos agotamos, que nuestra vida de hombres garantiza la suya, que nuestra existencia permanente haría posible una forma de eternidad. Es un intento conmovedor de negociar con él, un fervoroso cántico, una súplica como pocas he podido leer caminando por la línea delgada del respeto a la obra divina y de la afirmación de la validez de la vida en la tierra: «Vivir es contemplar el mundo derramado,/como una vasta muerte que nos hiela o abrasa./Vivir es sangrar todo, como en un nacimiento./Vivir es una herida por donde Dios se escapa».