La libertad religiosa en México, de Pío XI a Benedicto XVI - Alfa y Omega

En el Estado de Guanajuato y en el justo centro geográfico de México se encuentra el Cerro del Cubilete. En el año 1920 del siglo pasado, el Cerro se coronó con una estatua de Cristo Rey que, sólo seis años más tarde, y en plena persecución religiosa, fue bombardeada. A mediados de los años 40 del pasado siglo, se inició la construcción de un santuario que, a día de hoy, sirve de base a una nueva y majestuosa estatua de Cristo Rey. El próximo día 25, Benedicto XVI estará allí, a los pies del Cerro del Cubilete. Y allí, 86 años después, celebrará la Misa dominical.

La historia de la persecución religiosa en México es poco conocida, y menos conocida es, todavía, La Cristiada, nombre que da título a la magnífica obra del historiador francés Jean Meyer. Y, sin embargo, la doctrina social derivada de ese acontecimiento que se extendió hasta el año 1929 es de una enorme riqueza, al tratar una de las cuestiones últimas del cristianismo: la no violencia como derecho de resistencia frente al poder político o las leyes injustas.

En un mundo al que los católicos mexicanos se les negó el derecho de ciudadanía, algunos de ellos, que no todos, creyeron ver en la insurrección violenta un modo legítimo de defensa de los derechos de Dios en el mundo. No es éste el lugar idóneo para hacer un juicio completo de lo que fue el movimiento cristero. Tampoco es el espacio adecuado para valorar hasta qué punto Roma acompañó entonces a los católicos mexicanos, tanto como Gregorio XVI o León XIII acompañaran a los católicos polacos o irlandeses. Pero, ante la visita de Benedicto XVI a México, sí es oportuno reflexionar acerca del lugar de Dios en una sociedad cuyo ordenamiento constitucional llegó, en palabras del insigne constitucionalista mexicano Raúl González Schmal, más lejos que la atea Constitución de la URSS.

A partir del año 1924, en adelante, Pío XI tuvo que asistir a un pueblo al que el poder político coactivo había obligado a escoger entre Dios o el César. Los católicos tenían derecho a resistir. Pero la resistencia pasaba por la sólida formación de la fe. Y esto, en México, sólo fue realmente posible a partir de la firma de los Acuerdos o Arreglos (1929). Aun a pesar de la persecución religiosa desatada, así como de la tiranía instaurada en México, los católicos, recordaba el Papa, tenían derecho a ejercer sus derechos civiles; pero no a la constitución de un partido político católico, ni a la rebelión armada contra la autoridad constituida. Lo que en ningún caso significaba, ayer, pero también hoy, que la no violencia pueda identificarse con forma alguna de aceptación intelectual y voluntaria de la injusticia. El reto, enseñaban los obispos mexicanos, era el trabajo legal y pacífico. Sin embargo, cuando comprobaron que esto era imposible, fueron más allá. Los obispos decretaron la suspensión del culto público en todos los templos de México, y el Papa avaló su decisión. Las consecuencias fueron funestas para la Iglesia, lo que obligó a buscar formas oportunas de resistencia legítima. Los católicos mexicanos estaban obligados a considerar la doctrina del mal menor, o del mayor bien posible, de acuerdo a las circunstancias de tiempo y lugar. Para algunos, esto era traición; para otros, era un ejercicio de sano realismo al servicio de un bien mayor: la evangelización. A finales de los años 30, ya no se trataba de combatir el laicismo agresivo, sino de acompañar a los católicos mexicanos en unas circunstancias duras e injustas. Pío XI estaba preocupado por la fortaleza interna, la coherencia de fe y la vida espiritual de la Iglesia en México, por la formación de los laicos y por el fortalecimiento interno de las asociaciones católicas, especialmente la Acción Católica; pero no por eso olvidó una doctrina que, en el caso mexicano, tenía un altísimo valor doctrinal: la legítima resistencia ante condiciones jurídico-políticas injustas. En la famosa encíclica Firmissimam constantiam, Pío XI decía: 1) La vida cristiana necesita apoyarse, para su desenvolvimiento, en medios externos y sensibles. 2) La Iglesia, por ser una sociedad de hombres, no puede existir ni desarrollarse si no goza de libertad de acción. 3) Los católicos tienen derecho a encontrar en la sociedad civil posibilidades de vivir en conformidad con los dictámenes de sus conciencias.

Han pasado setenta y cinco años desde que Roma se dirigió, en estos términos, al católico pueblo mexicano. El agresivo laicismo que ha determinado la vida política mexicana desde 1924 hasta el día de hoy, se ha ido suavizando. De hecho, las reformas que, en materia de libertad religiosa, se iniciaron en 1992 hasta el pasado mes de diciembre de 2011, han sido más que significativas. El proceso, sin embargo, no está cerrado. Y no lo está porque el derecho de libertad religiosa exige reconocimiento y garantías plenas que alcancen a todos los ciudadanos, incluidos los ministros del culto, los centros educativos y el personal médico-sanitario en asuntos de objeción de conciencia. No sabemos qué palabras pronunciará el Papa a los pies del Cerro del Cubilete, pero, con toda seguridad, recordará algo que tendrá el eco de la doctrina expuesta en 1937 por Pío XI: por razón de su misión, la Iglesia está llamada a unir a todos los hombres in vinculo pacis. Éste es el verdadero desafío al que, en la hora presente, se enfrenta la Iglesia católica en México.