La conversión y la evangelización, según Fabrice Hadjadj. Hermano ateo
Dios no es un tapa-agujeros, y la evangelización no es intentar vender ninguna mercancía: el intelectual francés Fabrice Hadjadj cuenta su conversión al diario Avvenire, y ofrece las bases para comenzar cualquier acercamiento hacia aquellos que no conocen a Dios
Antes de mi conversión, debo confesarlo, odiaba esta palabra. Cuando alguien decía Dios, me parecía que ponía fin a cualquier discusión; para mí, había metido con engaño otro comodín en la baraja de cartas.
Esa palabra era un abracadabra, una fórmula mágica, e incluso me atrevería a decir una solución final, con todo lo que conllevaba tan aterradora expresión; una solución final dentro de una discusión que, de repente, era sofocada por esta palabra grande y maciza. Mi conversión fue, primero, una conversión de vocabulario. En mi época de ateo, me vi obligado a confesar un misterio de la existencia. Todavía pensaba que la palabra Dios no tenía nada que ver con este misterio, e incluso que era una manera de evitarlo. Tuve la pretensión de explicar la existencia con el léxico.
¿Qué ha ocurrido hoy? Fui corregido en relación con este contrasentido. Esta palabra ya no suena en mis oídos como un tapa-agujeros, sino como un abre-abismo. Es probable que algunos la utilicen como un tapa agujeros (creyentes o menos creyentes). Entonces, no la entienden en absoluto. No escuchan, por así decirlo, su música. Porque el significante Dios no desciende de un deseo de solución final: viene del reconocimiento de una ausencia irrecuperable. No surge tanto como respuesta, sino como llamada. Da nombre a la evidencia de lo que se me escapa, a la exigencia de lo que me supera.
Se lo recuerdo, a menudo, a los seminaristas: «Cuando estéis en misión de evangelización y una persona os diga: Yo no creo en Dios, estad atentos; no saltéis diciendo: Pero sí, ¡es necesario creer en Dios!, porque tal vez ¡ni siquiera vosotros creéis en el Dios del que está hablando él! Preguntadle primero qué entiende con aquella palabra. Y preguntaos si alguna vez no habéis notado el vértigo que lleva consigo».
No se trata de hablar de Dios amando a tu prójimo, como si realmente pudiéramos separar al uno del otro (separar la palabra del amor, y a Dios del prójimo). Hablar de Dios significa también amar, de manera inseparable, a aquel con el que hablamos, porque significa reverberar sobre él, la Palabra que le da la existencia y que, por lo tanto, desea infinitamente que él exista. ¿Comprendéis la dificultad? Soy misionero y un buen día estoy frente a alguien que me es hostil. Vengo a anunciarle la Palabra de Dios, pero visto que tal Palabra me dice que Dios es Providencia, tengo que admitir que a este tipejo me lo ha puesto Dios mismo en el camino. Por lo tanto, debo ante todo, honrar y reconocer a este tipejo que, aunque me parezca antipático y sea tremendamente contrario a los cristianos, como persona es eternamente querida y siempre tiene algo que enseñarme.
Basta adoptar esta justa perspectiva y cada fanfarrón resulta ser palabra de Dios. Por supuesto, no tanto por el camino de las intenciones hostiles, sino por su mera presencia. Es la palabra de Dios la que le confiere el ser. Es el amor de Dios el que lo saca de la nada. Tal vez él lo ignora, pero si soy un apóstol del Creador, yo no puedo ignorarlo. Debo ir más allá de la antipatía; maravillarme antes de nada por el hecho de que exista. Y no es una estrategia de comunicación, en este caso: no me esfuerzo por ser amable, ni permanecer afable, ni finjo ser atento para revender mi mercancía.
Aquí está en juego la verdad de mi identidad cristiana. Si no soy capaz de sorprenderme sinceramente, frente a la existencia, por ejemplo, de Michel Onfray (cojo a un ateo en Francia, pero podría haber elegido del mismo modo a un fundamentalista en Irán), no soy cristiano, porque Michel Onfray, aunque con la boca dice tonterías sobre la Biblia, con su ser permanece igualmente una palabra de Dios, es cierto que amordazada, pero de una manera o de otra divina en su apariencia. Ben Zoma decía: ¿Quién es el sabio? El que encuentra algo que aprender de cada hombre.
Dios, por lo tanto, está ya presente hasta en el más anticristiano de los hombres; quizás no con la presencia de la gracia, pero al menos con la presencia de la creación, con la presencia de la inmensidad. Tanto que, cuando hablo de Dios con mis enemigos, debo tener conciencia de que Dios se ha ocupado de crear a mis enemigos con amor. Es una posición decididamente desestabilizadora, debo decir: tengo que hablarle de Dios dejándome primero interpelar por él, acogiendo su presencia. Y es precisamente el asombro frente a su bondad original más allá de nuestra antipatía inicial lo que puede permitirme dominar hasta el corazón del enemigo.