¡Id... y dad la Vida! - Alfa y Omega

¡Id... y dad la Vida!

Alfa y Omega
Detalle del cartel del Domund 2009, en España.

«Los misioneros, más que en el pasado, son conocidos también como promotores de desarrollo por Gobiernos y expertos internacionales, los cuales se maravillan del hecho de que se consigan notables resultados con escasos medios»: lo decía Juan Pablo II en su encíclica misionera, Redemptoris missio, de 1990, al mismo tiempo que recordaba el porqué de tales sorprendentes frutos, tal y como ya lo había expuesto, tres años antes, en su encíclica Sollicitudo rei socialis, donde, tras reconocer que la Iglesia, ciertamente, «no tiene soluciones técnicas que ofrecer al problema del subdesarrollo en cuanto tal», explica que «su primera contribución a la solución del problema urgente del desarrollo» se da «cuando proclama la verdad sobre Cristo, sobre sí misma y sobre el hombre», es decir, cuando evangeliza, pues el anuncio del Evangelio se dirige al centro mismo del corazón del hombre, y es sólo desde ahí como puede transformarse su vida entera, y por ende la del mundo. Sencillamente, porque «es el hombre el protagonista del desarrollo –afirmaba el Papa–, no el dinero ni la técnica». Tan es así, que ya vemos a qué grado de destrucción –basta con señalar la matanza masiva de inocentes en el vientre materno, ¡queriendo incluso convertirla en un derecho de la mujer!– conduce un dinero abundantísimo y una técnica avanzadísima en manos de un hombre que no sabe quién es ni a dónde va. La Humanidad –lo decía también entonces Juan Pablo II, y hoy lo recoge su sucesor en el Mensaje para este DOMUND 2009– «está conociendo grandes conquistas, pero parece haber perdido el sentido de las realidades últimas y de la misma existencia».

¡Qué distinto es todo cuando se ha encontrado la pobreza de Aquel que enriquece a la Humanidad entera, con esa técnica, la única verdaderamente humana, del ¡Ven, y sígueme! ¿Acaso no son los hombres y mujeres cambiados, justamente con esa técnica, quienes están en el origen de esos resultados que tanto maravillan? En su homilía del pasado domingo, refiriéndose precisamente a ellos, a los santos, Benedicto XVI elevaba al Señor «una de las últimas plegarias de san Rafael Arnáiz, cuando le entregaba toda su vida, suplicando: Tómame a mí y date Tú al mundo». No puede decirse mejor el secreto de los misioneros, y en definitiva de todo cristiano. Y por tanto de la transformación del mundo. ¿Acaso puede cambiarlo Alguien distinto de Dios? ¿No es Él el protagonista de la Misión, como lo es de la vida del misionero? Comentaba el Papa el Evangelio, el del joven rico, que «conoce los mandamientos y los observa fielmente. Y, sin embargo, todo esto, que sin duda es importante, no es suficiente –dice Jesús–, falta una cosa sólo, ¡pero es esencial!… Lo mira con amor y le propone el salto decisivo: Cuanto tienes véndelo y dáselo a los pobres…; luego, ven y sígueme». Aquel joven se fue triste. Ni cambió él, ni podía cambiar el mundo. Sin Dios es imposible, y Dios se da cuando alguien se le entrega. Por eso el Hermano Rafael, desde el silencio de la Trapa, es modelo para los jóvenes llamados a cambiar el mundo; como santa Teresa del Niño Jesús, sin salir de su Carmelo, es Patrona de las Misiones.

El DOMUND de este año se celebra al hilo del segundo Sínodo de los Obispos para África, y sin duda palpita en él lo que subrayaba Juan Pablo II, al recoger los frutos del primero, en la exhortación apostólica Ecclesia in Africa, de 1995: «Es necesario que la nueva evangelización esté centrada en el encuentro con la persona viva de Cristo», y este anuncio del Evangelio «debe abarcar al hombre y a la sociedad en todos los niveles de su existencia». Hoy, en el Mensaje para este Domingo Mundial de las Misiones, lo dice así su sucesor: «La Iglesia no actúa para extender su poder o afirmar su dominio, sino para llevar a todos a Cristo, salvación del mundo… Su misión y su servicio no son a la medida de las necesidades materiales, o incluso espirituales, que se agotan en el cuadro de la existencia temporal, sino de una salvación trascendente, que se actúa en el reino de Dios». Y exactamente por eso -añade Benedicto XVI-, la Iglesia «es también en este mundo y en su historia fuerza de justicia, de paz, de verdadera libertad y de respeto de la dignidad de cada hombre». El mandato misionero que Jesús nos dejó al subir a los cielos, en verdad, lo contiene todo. Se trataba… de darle a Él: ¡Id… y dad la Vida!