Homilía del Santo Padre Francisco en la basílica de San Juan de Letrán: «Nosotros, pecadores, somos lo más importante para Dios» - Alfa y Omega

Homilía del Santo Padre Francisco en la basílica de San Juan de Letrán: «Nosotros, pecadores, somos lo más importante para Dios»

La misericordia ha sido el eje del ministerio episcopal de Jorge Bergoglio, y desde su elección como Papa, ha repetido con insistencia que Dios acoge siempre con los brazos abiertos a un pecador arrepentido. El domingo era la fiesta de la Divina Misericordia, y el Santo Padre tomaba posesión de su sede, en Roma. Y dedicó la homilía a su tema predilecto. Éstos son los fragmentos principales de la misma:

Papa Francisco

En el Evangelio de hoy, Tomás experimenta la misericordia de Dios. No se fía de lo que dicen los otros apóstoles. Quiere ver, quiere meter su mano en la señal de los clavos y del costado. ¿Cuál es la reacción de Jesús? La paciencia: Jesús no abandona al terco Tomás en su incredulidad; le da una semana, no le cierra la puerta, espera. Y Tomás reconoce su propia pobreza, la poca fe: «Señor mío y Dios mío»: con esta invocación simple, pero llena de fe, responde a la paciencia de Jesús. Se deja envolver por la misericordia divina, y recobra la confianza: es un hombre nuevo.

Y recordemos a Pedro, que tres veces reniega de Jesús precisamente cuando debía estar más cerca de Él; y cuando toca el fondo encuentra la mirada de Jesús que, con paciencia, sin palabras, le dice: «Pedro, no tengas miedo de tu debilidad, confía en mí»; y Pedro comprende, siente la mirada de amor de Jesús y llora. Qué hermosa es esta mirada de Jesús.

Pensemos en los dos discípulos de Emaús: el rostro triste, un caminar errante, sin esperanza. Pero Jesús no los abandona: recorre a su lado el camino. Con paciencia explica las Escrituras que se referían a Él y se detiene a compartir con ellos la comida. Éste es el estilo de Dios: no es impaciente como nosotros, que frecuentemente queremos todo y enseguida. Dios es paciente con nosotros, porque nos ama, y quien ama comprende, espera, da confianza, no corta los puentes, sabe perdonar. Recordémoslo: Dios nos espera siempre, aun cuando nos hayamos alejado.

A mí me produce siempre una gran impresión releer la parábola del Padre misericordioso, porque me infunde siempre una gran esperanza. Pensad en aquel hijo menor que estaba en la casa del Padre, era amado; y aun así quiere su parte de la herencia; y se va, lo gasta todo, llega al nivel más bajo, muy lejos del Padre; y cuando ha tocado fondo, siente la nostalgia del calor de la casa paterna y vuelve. ¿Y el Padre? ¿Había olvidado al hijo? No, nunca. Está allí, lo ve desde lejos, lo estaba esperando cada día, cada momento: ha estado siempre en su corazón, incluso cuando lo había abandonado; el Padre con paciencia y amor, con esperanza y misericordia no había dejado ni un momento de pensar en él, y en cuanto lo ve, todavía lejano, corre a su encuentro y lo abraza con ternura, la ternura de Dios, sin una palabra de reproche.

Quisiera subrayar otro elemento: la paciencia de Dios debe encontrar en nosotros la valentía de volver a Él, sea cual sea el error, sea cual sea el pecado que haya en nuestra vida. Jesús invita a Tomás a meter su mano en las llagas de sus manos y de sus pies y en la herida de su costado. También nosotros podemos entrar en las llagas de Jesús, podemos tocarlo realmente; y esto ocurre cada vez que recibimos los sacramentos.

En las heridas de Jesús se manifiesta el amor inmenso de su corazón. Tomás lo había entendido. San Bernardo se pregunta: ¿En qué puedo poner mi confianza? ¿En mis méritos? Pero «mi único mérito es la misericordia de Dios. No seré pobre en méritos, mientras Él no lo sea en misericordia. Y, porque la misericordia del Señor es mucha, muchos son también mis méritos». Tal vez alguno de nosotros puede pensar: mi pecado es tan grande, mi lejanía de Dios es como la del hijo menor de la parábola, mi incredulidad es como la de Tomás; no tengo las agallas para volver, para pensar que Dios pueda acogerme y que me esté esperando precisamente a mí. Pero Dios te espera precisamente a ti, te pide sólo el valor de regresar a Él. Cuántas veces en mi ministerio pastoral me han repetido: «Padre, tengo muchos pecados»; y la invitación que he hecho siempre es: «No temas, ve con Él, te está esperando, Él hará todo». Cuántas propuestas mundanas sentimos a nuestro alrededor. Dejémonos sin embargo aferrar por la propuesta de Dios, la suya es una caricia de amor. Para Dios no somos números, somos importantes, es más, somos lo más importante que tiene; aun siendo pecadores, somos lo que más le importa.

Adán, después del pecado, sintió vergüenza, y sin embargo Dios no lo abandona: si, con el pecado, se inicia nuestro exilio de Dios, hay ya una promesa de vuelta, la posibilidad de volver a Él. Dios pregunta enseguida: «Adán, ¿dónde estás?», lo busca. Acordaos de san Pablo: ¿De qué me puedo enorgullecer sino de mis debilidades, de mi pobreza? Precisamente mirando mi pecado, puedo ver y encontrar la misericordia de Dios, su amor, e ir hacia Él para recibir su perdón.

En mi vida personal, he visto muchas veces el rostro misericordioso de Dios, su paciencia; he visto también en muchas personas la determinación de entrar en las llagas de Jesús, diciéndole: Señor, estoy aquí; acepta mi pobreza, esconde en tus llagas mi pecado, lávalo con tu sangre. Y he visto siempre que Dios lo ha hecho, ha acogido, consolado, lavado, amado.

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