Vamos caminando de tramo en tramo en las distintas etapas que la vida nos brinda, según las estaciones que llenan de frío invernal, de brotes primaverales, de estíos agostadores o de otoñales nostalgias. En cada circunstancia nos encontramos con los retos que desafían nuestra identidad cristiana. Y siempre nos puede acontecer que la dureza del camino termine endureciéndonos el alma. Son tantas las escenas inhumanas que a diario hemos de ver, o escuchar, tanto en el gran escenario del mundo como en el pequeño patio de nuestra casa particular, que acaso nos protegemos parapetándonos en nuestro refugio o trinchera: la indiferencia, la huida, la inhibición, llegan a veces a ser una coraza impenetrable para sacudirnos el reclamo que se nos hace desde heridas y gritos de una humanidad demasiado dolida, confusa y abusada.
Los cristianos estamos llamados a ser en un mundo así el recordatorio viviente de la ternura de Dios, que se nos manifestó en su Hijo como la más bella parábola de misericordia. No es el Dios justiciero y vengativo, el gran gendarme que nos vigila para multarnos y detenernos, sino quien viene a nuestro encuentro esperándonos cada mañana que volvamos de nuestro penúltimo devaneo que nos enfrenta y nos desangra.
El Papa Francisco acaba de convocar un año santo de la misericordia para dentro de unos meses, y en él nos invita a ser ese rostro misericordioso como Iglesia. Ser signo de esa entraña que dibuja el corazón del mismo Dios. Dice el Santo Padre que «la Iglesia tiene la misión de anunciar la misericordia de Dios, corazón palpitante del Evangelio, que por su medio debe alcanzar la mente y el corazón de toda persona… Es determinante para la Iglesia y para la credibilidad de su anuncio que ella viva y testimonie en primera persona la misericordia. Su lenguaje y sus gestos deben transmitir misericordia para penetrar en el corazón de las personas y motivarlas a reencontrar el camino de vuelta al Padre… Por tanto, donde la Iglesia esté presente, allí debe ser evidente la misericordia del Padre. En nuestras parroquias, en las comunidades, en las asociaciones y movimientos, en fin, dondequiera que haya cristianos, cualquiera debería poder encontrar un oasis de misericordia» (Misericordiae vultus, 12).
Es un texto precioso que nos emplaza precisamente a manifestar ese rostro lleno de la bondad paciente con el que nos contempla Dios. No en vano este año se nos ha dado como lema para celebrar la Jornada de la Iglesia Diocesana esta misma impronta que nos debe hacer pensar y revisarnos sobre el testimonio que, de hecho, estamos dando hacia dentro y hacia fuera la comunidad cristiana: «Construyamos una Iglesia signo de la misericordia de Dios».
No significa esto que podamos descuidar o transgredir lo que somos como hijos de Dios e hijos de la Iglesia, y que la larga tradición de una historia a la que pertenecemos nos viene siempre a recordar y comprometer. Pero acaso estemos expresando y exigiéndonos esa misma identidad, de un modo duro e implacable que al final se torna rígido e impecable traicionando la imagen de ese divino rostro que en el nuestro se debería transparentar.
Nuestra Diócesis busca en las cosas concretas esa cercanía solidaria de quien quiere estar al lado de los más necesitados sea cual sea su carencia, sus heridas o su menesterosidad. La lista es inmensa, como es larga la fila de quienes necesitan en su vida una palabra, un gesto y un mensaje que les posibilite la esperanza y les devuelva la alegría. Esta es la encomienda y a esto se nos llama.