Nos pasamos estos días deseando feliz año a todos nuestros seres queridos y conocidos; a los que están lejos y recordamos deseándoles lo mejor en este año que entra, y a los que están cerca y nos vamos encontrando.
Lo hacemos, casi de modo inconsciente, hasta bien entrado el mes, al despedirnos de toda persona a la que no hayamos visto desde el año pasado. Pero, ¿de verdad deseamos un feliz año? ¿Sabemos de verdad lo que decimos?
Sé que en muchas casas falta trabajo, dinero, que hay madres y niños enfermos y que los problemas, muchas veces, hacen que olvidemos el amor que nos tenemos.
También sé que, a pesar de la dureza de las circunstancias, del dolor y la soledad, hay personas que sacan fortaleza de la debilidad, y encuentran esperanza y paz en medio de la oscuridad. ¿Qué tienen? La certeza absoluta de que, aunque el camino es duro, muy duro, hay un pequeño Niño que les quiere con locura, y nunca les deja solos. ¿Locos? No.
Pero, nos ha nacido el Niño Dios y, sin embargo, nosotros seguimos con el corazón endurecido. Lo cierto es que cuando el ángel avisó a los pastores, no dudaron si era verdad o les venía mal. Lo cierto es que, cuando los Reyes vieron la estrella, se pusieron en camino, con todas las incomodidades del viaje. A ninguno de ellos le dio miedo que les tomaran por ingenuos, necios o locos; a ninguno le importó dejar lo que estaba haciendo y buscar al Niño para adorarle.
Nosotros somos mucho más listos y estamos pero que mucho más ocupados. Nos atrincheramos en nuestro orgullo, prepotencia o ambición revestidas de feroz eficacia, en nuestra agresiva insatisfacción que necesita hablar mal de los demás para ponerse en valor, para esconder la inseguridad. Y todo, porque ni nos queremos ni nos dejamos querer…
Ha nacido un niño, el Niño Dios, que nos ama con locura; así como somos, tal cual, por increíble que parezca: con nuestros defectos y debilidades (pero también con nuestras virtudes y fortalezas, que también las tenemos). Nos quiere así, pequeños, sucios, harapientos, llenos de barro y polvo, con las manos vacías… No tengamos miedo de llevarle nuestras manos vacías, nuestros miedos e inseguridades, porque eso es lo que El quiere.
Él está ahí, en su pesebre, esperando que llegue cada uno, cada cual a su ritmo; lo importante no es ser el primero (¡cuántos años debieron tardar los magos en llegar!), sino llegar.
En este nuevo año que comienza, ¿seré capaz de seguir la estrella hacia el Portal? Y, al llegar, ¿me atreveré a regalarle mi corazón al Niño Dios? Confiando en María, ¡Sí! Ella es mi Estrella de la mañana.
¡Feliz año!