No dar la lata - Alfa y Omega

Ocho horas en la puerta de urgencias de un hospital me brindaron este verano una experiencia inolvidable. Ahí confraternicé con otras hijas de madres mayores que estaban en la sala de espera. El protocolo COVID-19 no nos permitía acompañarlas, pero al principio, antes de que pasaran a triaje, las veíamos a través de una gran cristalera. Como si de una UCI de neonatólogos se tratara, no nos separábamos del cristal.

Cada una de nosotras tenía una preocupación diferente: «Mi madre no sabe leer, ¿cómo va a saber su turno?»; «A la mía se le olvidan las cosas, ¿cómo le va a contar al médico qué le ha pasado?», «la mía se va a desorientar más». Aprovechando que a Fernando lo dejaron pasar para entregarle a mi madre su móvil y que no estuviera incomunicada, la hija de la madre que no sabía leer le pidió que se interesara por ella, averiguara su código de acceso y pidiera que la ayudaran cuando llegara su turno. Volvió con toda la información. Cuando apareció en pantalla el número en cuestión, la hija aporreó el cristal para avisar a su madre. A partir de ese momento dejábamos de verlas.

«No te preocupes, los traumatólogos de este hospital son buenísimos», me decía una. «No se preocupen, cuando pase con el médico las llamamos para que puedan ustedes hablar con él», nos decía la enfermera. A lo largo de esas horas de espera aprendí mucho de todas ellas. Una, que trabajaba en Palma, se planteaba si llevársela a vivir con ella o dejar su trabajo y trasladarse con su hijo a casa de su madre. Otra era la cuarta vez que iba a urgencias este verano. Ya de noche, iban saliendo los médicos a la calle a informar a las familias. Luego, nos iban entregando a cada uno a nuestro familiar. El único al que nadie esperaba fuera era un inglés.

Mi madre ya llevaba un tiempo diciendo que ella no quería darnos la lata, pero a partir de ese día la frase se repite una y otra vez. Con cariño hay que demostrarle que ella no da ninguna lata. ¡La lata que le hemos dado nosotros! Con las noches en vela, primero de bebés; más tarde, cuando nos iba encomendando a nuestro ángel de la guarda según salíamos de casa por la noche; luego acompañándonos en el hospital a hijos y nietos… Pero ella es así, lo ha dado todo, y ahora cree que da la lata.

Me he educado en una escuela donde los Reyes Magos llegaban al pie de la cama de mi abuela paterna en coma. Mi padre y sus hermanos le hablaban con naturalidad y después de recoger el regalo íbamos a su cabecera a enseñárselo. Ese recuerdo no se borra. Tampoco se me borran las guardias que, durante años, hacía de noche con mi abuela, supliendo a mi madre cuando ella no podía. ¡Menuda suplente! Mi abuela me cuidaba más a mí que yo a ella: «Niña, tápate que te vas a enfriar». Reconozco que acababa quedándome dormida. También tengo vivos los 20 años de enfermedad de mi padre y su progresivo deterioro físico, cuando los nietos veían cómo su abuela le curaba las heridas de los pies o trotinaban alegres alrededor de su silla de ruedas eléctrica camino de Misa. Una de las veces que estuvo bordeando la muerte organizó que le dieran la Unción rodeado de sus nietos, y luego lo celebró con un chocolate con churros. También pidió lo mismo horas antes de morir, y allí estuvimos sus hijos acompañándolo. La muerte de Juan Pablo II la vivimos, los hermanos, sentados en el suelo a los pies de su cama, y es que las familias se tejen en torno al lecho de nuestros enfermos.

Amor con amor se paga

Conozco a muchas personas que arropan con cariño los últimos años de sus mayores. Mi marido salía volando de la oficina cada vez que su padre se caía. Uno de sus hermanos se volvió de Londres para vivir el último año de su padre cerca de él. A mi suegro le dio la Unción, rodeado de sus hijos, su primo e íntimo amigo. Una compañera periodista volaba a la hora de comer para atender a su madre si sus hijos no estaban. Unos amigos se acaban de trasladar, con toda su tropa, a vivir con sus padres ya mayores. Tantos amigos sacerdotes que han vivido, y viven, cuidando con entrañable entrega a su padre y a su madre hasta el final…

No es un camino de rosas. Implica generosidad, dedicación, renuncia, organización familiar, acompañamiento médico y espiritual, y cuidar al cuidador principal. Pero con serena naturalidad, sin pensar que haces algo excepcional. Sin vender el favor, porque no lo es, ya que amor con amor se paga. Con paz, que hay que recobrar de tiempo en tiempo, con la mirada en lo alto y el alma ligera, aprovechando y dando gracias por cada momento que puedes pasar con ellos y haciendo que se sientan muy queridos.

Los niños que se crían en esta escuela, crecen enraizados, fuertes, no les escandaliza el dolor, el deterioro físico y mental, saben acompañarlo con naturalidad. A ellos, de adultos, no les cabe en la cabeza, ni en el corazón, ninguna «muerte digna», porque desde pequeños han aprendido el valor de la vida, de la ancianidad, de la enfermedad y saben arropar, cuidar y acompañar hasta el último aliento a sus mayores sin que estos se sientan un estorbo. Y, al final de sus días, los confían a María y a Ella le piden que les lleve de la mano a la casa del Padre porque, de niños, sus mayores les enseñaron a rezar el avemaría y que Ella ruega por nosotros «ahora y en la hora de nuestra muerte».