Estad contentos. ¡Al cielo!
La archidiócesis de Tarragona tiene una clara vocación martirial, ya desde sus inicios: su obispo san Fructuoso fue martirizado allí, cuando la fe en Cristo comenzaba a prender en España, durante el Imperio romano. En la próxima beatificación de mártires de los años 30 del siglo XX en España, la archidiócesis de Tarragona, que acogerá la celebración, ofrecerá a la Iglesia universal el limpio testimonio de 147 de sus hijos, que dieron la vida por amor a Dios y perdonando
«Persiguieron a Cristo, ¿qué extrañeza hay de que nos persigan a nosotros?»: con esta clarividencia y sencillez fue al martirio el sacerdote don Juan Rofes, de la archidiócesis de Tarragona. Junto a otros 65 sacerdotes diocesanos, será beatificado el 13 de octubre próximo, en Tarragona, en la gran beatificación de mártires por el Año de la fe: 522 testigos subirán a los altares, dando un testimonio inconmensurable de fe, de perdón y amor a Dios y a los enemigos.
Aunque Madrid fue el escenario de la muerte del mayor número de los mártires que serán beatificados en octubre, la diócesis de Tarragona es la que aporta el mayor número de mártires nacidos allí. En total, 147 mártires, pero son muchos más -sacerdotes, religiosos y laicos- los que siguieron al Señor por las huellas del martirio.
Si el clero diocesano de Tarragona estaba especialmente señalado, más lo estaban su arzobispo, el cardenal Vidal i Barraquer, que salvó la vida in extremis en los primeros compases de la guerra, y su obispo auxiliar, monseñor Manuel Borrás, que murió pocos días después. Detenido en la prisión de Montblanc, don Manuel permaneció varios días rezando junto a otros sacerdotes presos. Los milicianos que asesinaron al sacerdote José Colom encontraron en su Breviario una nota del obispo Borrás, en la que le encargaba treinta misas. Esto fue interpretado como un mensaje secreto, que podría significar el encargo de treinta pistolas o fúsiles. El 12 de agosto, se lo llevaron para ser fusilado, pero antes de caer pudo levantar la mano para bendecir a quienes lo mataban.
Los tiempos cambian, señor cura
Si las Actas de los mártires en cualquier parte del mundo y a lo largo de la Historia conmueven hasta el estremecimiento y mueven a la fe, las historias que nos han dejado los testigos de la persecución que se desarrolló en Tarragona en los años 30 se encuentran entre los más edificantes testimonios de fe de la historia de la Iglesia. Abundan los ejemplos de amor a la Eucaristía, como el de Francisco Company, que entró a escondidas de madrugada en la catedral para salvar las Hostias consagradas; fue detenido y conducido a la muerte cuando buscaba por la ciudad más Formas para que en una casa contigua otros vecinos pudieran comulgar. O como el del sacerdote Magín Albaigés, quien antes de ser detenido suplicó que le dejaran repartir las Hostias consagradas entre los habitantes del piso en que estaba escondido. Todos le oyeron pronunciar el Corpus Domini con fervor y agradecimiento; días después, podría reconocer ese mismo Cuerpo que adoraba, en el cielo.
Algo del cielo también pudo atisbar, años más tarde, ya en el lecho de su muerte, uno de los asesinos de don José Badia, al ver la mano del sacerdote que asesinó, bendiciéndolo. Y es que el perdón y la ausencia de venganza primaban entre los mártires a la hora de la muerte: «No llore mi muerte; no se vengue ni haga atentado alguno», le pidió a su madre don Tomás Capdevila, antes de que le amputaran la lengua, los ojos y los genitales.
La crueldad con la que fueron perseguidos da a entender un origen diabólico: «Venimos dispuestos a matarlo y quemarlo todo, incluso si es necesario incendiaremos al propio Dios», le dijeron al sacerdote José Bru cuando fueron a detenerlo. Muchos fueron perseguidos hasta con perros, pero estaban especialmente asistidos: don Joaquín Balsells y su padre anduvieron dos meses ocultándose por los montes y comiendo yerbas y raíces, pero los testimonios explican que nunca abandonaron el Rosario, pues vivían de esta devoción a la Reina de los mártires.
En ocasiones, los mártires probaron también la amarga hiel de la traición de los suyos. A don Jocundo Bonet le detuvieron cuatro milicianos, entre los que reconoció a uno a quien había enseñado la doctrina cristiana. -«¡Tú también, hijo mío!», le dijo dulcemente. -«Los tiempos cambian, señor cura», contestó el joven. También el sacerdote Isidro Fábregas vivió lo mismo, cuando le detuvieron los mismos milicianos que él logró liberar de la cárcel cuando fueron apresados durante la Revolución de 1934: no le mataron sin antes cortarle las orejas, los ojos y los genitales, pero él les dio las gracias «porque me abrís las puertas del cielo». Y don José Civit perdió la vida cuando se personó en el lugar de una explosión provocada por los milicianos, para atender a las posibles víctimas; un grupo de personas lo reconoció y le prendió fuego vivo.
Un cura en el frente del Ebro
Especialmente llamativo es el caso del sacerdote Jerónimo Fábregas, que se alistó en el Ejército republicano cuando fue llamado a filas, pues vio en ello una ocasión idónea para el apostolado. En el frente del Ebro, celebraba diariamente la Misa al rayar el alba, antes del toque de diana. Hasta que fue descubierto, llevó una vida de apóstol entre los soldados republicanos, de forma discreta y secreta. Confesaba, administraba la Comunión en secreto y asistía espiritualmente a muchos soldados. Su apostolado se desarrolló en la clandestinidad, en un medio hostil, pero en el que había muchos jóvenes creyentes, hijos de familias cristianas, que militaban forzosamente en el bando republicano.
Entre el legado de estos hijos ejemplares de la Iglesia en Tarragona, destaca el original del Acto de aceptación de la muerte de José Colom: «Estoy muy contento, porque se cumple en mí la voluntad divina. Por eso acepto lo que Dios nuestro Señor quiera; incluso la muerte del modo y tiempo que Él quiera. Estad contentos. ¡Al cielo!». Así iban al cielo nuestros mártires.