«Que siete veces cae el justo, pero se levanta…», dice el libro de los Proverbios (24, 16). Dada la humana fragilidad, se puede dar por descontado que en todas las instituciones, en todos los sistemas, hay no sólo pecados, sino corrupción. En determinadas ocasiones, el peso de ésta resulta superior al estructuralmente soportable y el sistema se viene abajo. Tal parece, según una persistente impresión generalizada, que era el caso en esta historia que les cuento.
En poco tiempo, a gran velocidad una serie interminable de casos de corrupción dejó al descubierto la maloliente putrefacción de las corruptas prácticas seguidas durante años de modo general por la mayoría, las más altas y respetables instituciones políticas. Nombres hasta entonces moralmente prestigiados quedaban marcados por la infamia pública de su vinculación a inmorales tramas permanentes. No quedaba, ésa era la impresión, parte sana. Las prácticas corruptas no aparecían como excepciones fácilmente extirpables, sino que, tal era la fuerte convicción creada en la gente, se habían generalizado y consolidado durante años como algo normal. Así parece que pudieron llegar a considerarlo los habituales beneficiarios de irregulares remuneraciones, incluidos los moralmente más sensibles… Quienes dentro del sistema quedaban circunstancialmente al margen de la putrefacción (por falta de poder y oportunidades, decían muchos) asumían el papel de puros justicieros en busca del favor político de una ciudadanía asqueada…, que (grave riesgo) podía caer en la tentación de seguirlos.
Y entonces se produjo lo nunca visto, algo inaudito. Las instituciones que ofrecían ya a la vista de todos sus malolientes, al parecer irremediables, lacras y, en concreto, los partidos políticos más importantes acordaron celebrar los que se llamaron congresos de renacimiento. En esos congresos quienes hasta ahora habían dirigido esos partidos renunciaron a sus puestos y sus sucesores fueron elegidos en limpias votaciones, entre aquellos militantes cuyos nombres ni estaban ni podían llegar a estar con fundamento manchados por la infamia de la corrupción. Asimismo, todos los parlamentarios cuyos nombres habían quedado ligados, activa o pasivamente, a prácticas inmorales renunciaron a sus actas y fueron sustituidos por quienes, fuera de toda sospecha, les seguían en las listas correspondientes. De este modo, se conservaban los grupos parlamentarios con igual peso numérico, no se alteraba el juego de mayorías y minorías.
Renacía así reluciente la decencia política, se recuperaba la confianza popular y se alejaba la presión para una convocatoria adelantada de elecciones generales que las circunstancias hacían absolutamente desaconsejable. Para llevar a cabo estas regeneradoras operaciones, no había en el ordenamiento jurídico ningún impedimento… Ciertamente, en esta operación tuvieron que caer muchos justos pero, por serlo, entendieron el valor especialmente purificador de su sacrificio…