Las noticias con que nos desayunamos cada día no invitan, desde luego, al optimismo. El mundo está revuelto, y más que revuelto. Se constata en, prácticamente, todos los aspectos de la vida, en todas las direcciones adonde dirijamos la mirada, y en todas las distancias, desde miles de kilómetros a Oriente, o en África, o en América, en la misma Europa, y no digamos en nuestra propia nación española. La tentación de huir de la realidad, de no querer saber nada y de no pensar, cayendo entonces en la esclavitud de cualquier tipo de droga, lleve tal nombre o se camufle bajo capa de activismo o distracción, es sin duda cada vez más fuerte. Los comunicadores que no siguen el camino de la huida se las ven y se las desean para encontrar —dicen— alguna buena noticia que transmitir. Y, sin embargo, todos la tenemos delante de nuestros ojos. Más aún, dentro de nosotros mismos. ¿Acaso la sed infinita del corazón no nos está gritando la promesa cierta del agua viva? Empeñados en que cambien las cosas de fuera con lo que de ninguna manera puede cambiarlas, nos hemos vuelto ciegos y sordos para descubrir, y seguirla, siquiera una brizna del auténtico bien que llevamos dentro, lo único que, por ser más grande y más fuerte que todo el mal del mundo, puede realmente cambiarlo.
«Desde siempre, todos los hombres esperan en su corazón, de algún modo, un cambio, una transformación del mundo»: así decía Benedicto XVI, el pasado agosto en Colonia, en la Misa de clausura de la XX Jornada Mundial de la Juventud, centrada toda ella en la Eucaristía, como el Sínodo de los Obispos que se está celebrando en Roma desde el pasado domingo, como, en definitiva, la vida toda de la Iglesia. «Éste es, ahora —continuaba el Papa—, el acto central de transformación capaz de renovar verdaderamente el mundo: la violencia se transforma en amor y, por tanto, la muerte en vida». No es una cuestión privada e intimista, ciertamente, la que está en juego en la Eucaristía, y menos aún algo banal e intrascendente. En ello nos va la vida, la de cada uno y la de toda la Humanidad, la vida verdadera, la que no puede resignarse a morir para siempre. El secreto del mundo está justamente aquí, en el Pan vivo bajado del cielo: «Si alguno come de este Pan, vivirá eternamente; y el Pan que yo daré —¡son palabras del mismo Cristo!— es mi carne, para la vida del mundo». Y si este Pan está, ¿por qué no cambia el mundo?
En su carta Quédate con nosotros, Señor, con la que abría la celebración de este Año de la Eucaristía, el Papa Juan Pablo II da cumplida respuesta, evocando lo que ya nos dijo en su encíclica Ecclesia de Eucharistia: «El hombre está siempre tentado a reducir a su propia medida la Eucaristía, mientras que en realidad es él quien debe abrirse a las dimensiones del Misterio. La Eucaristía es un don demasiado grande para admitir ambigüedades y reducciones». El Sínodo de los Obispos que se está celebrando, estos días, en Roma no es un acontecimiento que sólo interese al interior de la Iglesia. Si todo en ella es para la vida del mundo, ¡cuánto más decisivamente lo será lo que constituye el centro mismo de su ser! Entrando en el corazón de la Iglesia, estamos entrando en el corazón del mundo. Por eso, sin Eucaristía —y ésta sin ambigüedades ni reducciones—, no es que no pueda vivir la Iglesia, ¡es que no puede vivir el mundo! Y decir Eucaristía no es hablar de lo de afuera, sino de lo más profundo de lo de adentro; de allí de donde únicamente surge la verdadera transformación del mundo. Vale la pena recordar las palabras de Benedicto XVI en la Vigilia de adoración, de la Jornada Mundial de la Juventud, de Colonia:
«Los Magos que venían de Oriente, con el gesto de adoración, querían reconocer a este Niño como su Rey y poner a su servicio el propio poder y las propias posibilidades, siguiendo un camino justo. Sirviéndole y siguiéndole, querían servir junto a Él a la causa de la justicia y del bien en el mundo. En esto tenían razón. Pero ahora aprenden que esto no se puede hacer simplemente a través de órdenes impartidas desde lo alto de un trono. Aprenden que deben entregarse a sí mismos: un don menor que éste es poco para este Rey». Y es poco, por eso mismo, no sólo para la entera Humanidad, sino hasta para el más pobre de los hombres. Antes ha sido Él quien se nos ha entregado. Lo hace, cada instante, en la Eucaristía, y amor, con amor se paga. Una paga que es puro don gratuito, pero que es capaz de salvar al mundo, precisamente porque brota de su mismo corazón. Sí, Cristo vivo en la Eucaristía no es irrelevante, y aún es poco decir que es lo más importante de la vida. ¡Es lo único! ¡Es la Vida misma! Por eso no es retórico afirmar que Cristo es el corazón del mundo.