Resulta muy fácil distinguir la naturaleza de nuestra civilización ya que Occidente se ha definido en una larga serie de debates intelectuales y de confrontación de ideas. Sabemos por ello que a los cristianos, en absoluto, se nos reconoce en el sometimiento irracional a una Verdad que nos aflige con su intimidante soberanía. Ni tampoco se nos identifica cuando la relación con la realidad exige la abdicación de nuestra voluntad, extirpada por el determinismo del hombre ante su destino. Somos portadores y custodios de una trayectoria en la que el hombre puede hablar a Dios, no en plan de igualdad, desde luego, pero sí en un ámbito en el que el Creador concede plena libertad a la criatura. Somos una tradición en la que la salvación es promesa y tarea al mismo tiempo; somos el prolongado aliento de una esperanza de redención, de trascendencia ganada por nuestros actos y la misericordia de Dios. Todos esos atributos de una civilización, fruto de la síntesis de la razón clásica y el mensaje del cristianismo, han sido salvaguardados en la historia moderna por la resistencia de los católicos ante las tentaciones de una falsa emancipación, de una fraudulenta vía hacia la servidumbre. Tal resistencia tuvo su momento inicial en la respuesta del Concilio de Trento a los objetivos doctrinales y organizativos de la Reforma protestante. Para nuestra vergüenza, hemos asistido, sin embargo, al éxito de ciertos mitos que han convertido aquel titánico esfuerzo por preservar la esencia liberadora del cristianismo en una mera batalla entre la modernidad del progresismo protestante y el reaccionario oscurantismo de los católicos. Hemos dejado, con una absurda mezcla de cortesía y melancolía, que se deformara un complejo proceso histórico y un sutil debate intelectual, hasta convertirlo en un dilema de fácil solución. A un lado, la modernidad renacentista, la responsabilidad económica, la moral del esfuerzo y la apertura ideológica anunciada por el protestantismo; del otro, el anacronismo medieval, la perezosa mentalidad de la opulencia rentista y la cerrazón espiritual administrada por una institución arrumbada por la marcha de la historia.
Si los católicos no salimos al paso de esta normalización de las banalidades de una mala lectura de Max Weber y una peor asimilación de Wilhelm Dilthey, ¿quién habrá de hacerlo por nosotros? Porque la verdad es que ha acabado por divulgarse una interpretación de aquella crisis como la responsable de esa Europa de dos velocidades y dos intensidades religiosas. El norte emprendedor porque fue liberado. El sur ocioso porque permaneció en la sombra. El norte próspero porque adquirió la conciencia de los deberes sociales del cristiano. El sur, que combinaba miseria de una mayoría y opulencia de unos pocos, porque mantuvo su torpeza dogmática al servicio de terratenientes gandules y aristócratas jactanciosos. El norte que ofreció a cada hombre su contacto directo con Dios a través del libre examen de las Escrituras. El sur que dejó a los hijos de Dios bajo el control de una autoridad ilegítima, que les había robado la posibilidad de relacionarse con su Creador sin pagar peaje en la institución eclesiástica.
Ya es hora de atajar estas extravagancias. El catolicismo defendió el bien común de la unidad de los cristianos, no solo bajo la autoridad del Papa, sino bajo la protección inmarcesible de la palabra de Jesús. No es cierto que el catolicismo rompiera con la esperanza de modernidad del Renacimiento. La verdad es que ese ciclo brillante de la historia floreció precisamente en aquellos lugares donde se dio el primer encuentro del mensaje trascendental de Cristo y la herencia humanista del Mediterráneo clásico. Fue en este sur desprestigiado donde la fe y la razón hallaron el modo de sintetizarse, en la tarea inmensa de santo Tomás de Aquino, facilitando el encaje entre cristianismo y modernidad.
Fue en este sur nada taciturno donde los frailes de Salamanca y los teólogos de Trento pudieron proclamar el derecho de gentes y el libre albedrío. Fue en este sur donde se custodió la definición religiosa que exaltaba la salvación personal en la experiencia social, la huida de un misticismo encerrado en sí mismo y el diálogo con Dios como una espléndida hermandad en Cristo. Fue en este sur donde se defendió la actualidad permanente del Espíritu, que debía inspirar la adecuada lectura de las Escrituras. No son estas un texto doctrinal a debatir sino la palabra de Dios a compartir, a derramar sobre nuestros actos, a empapar en nuestra fe. El libre examen acabó convirtiéndose, por el contrario, en disgregación y nueva dogmática de múltiples escisiones del protestantismo.
La moderna sociología, redactada por autores protestantes al servicio de la vanidad septentrional, poco ha hecho por entender lo que fue aquella pugna dolorosa. Y, mucho menos, por comprender el triunfo de una forma de ser cristiano, de una vía radiante de esperanza en nuestra salvación y en nuestra libertad. Casi cinco siglos después de Trento, las razones del catolicismo han cobrado una dolorosa actualidad. Cabe esperar que, esta vez, en esta crisis profunda de creencias, seamos dignos de una tradición que tantas soluciones ofrece a la desazón de nuestro tiempo.