El Prado, en miniatura
El madrileño Museo del Prado libera, en la muestra La belleza encerrada. De Fra Angelico a Fortuny, alrededor de 280 obras –muchas de ellas llevan años esperando su turno en los sótanos– con una característica especial: son de tamaño pequeño. De la mano de grandes autores como Fra Angelico, Mantegna, Velázquez o Goya, la pinacoteca exhibe a estos benjamines de la familia a lo largo de 17 salas, que, en orden cronológico, nos regalan cuadros de gabinete, bocetos, retratos pequeños, esculturas y relieves, realizados desde finales del siglo XV en Italia hasta finales del XIX en España






Que nadie se engañe si no reconoce que, en su periplo por las pasillos del Museo del Prado, no se ha dejado encandilar por los grandes hijos predilectos de la pinacoteca, como Las Meninas, de Velázquez; El jardín de las delicias, de El Bosco; o Los fusilamientos, de Goya. Aunque no es menester dudar de aquellos visitantes más avezados que se deleitan ante los hermanos pequeños –en tamaño, que no en belleza y calidad–, que engalanan las paredes de la Historia. Y es que lo bueno, si breve, dos veces bueno; o los mejores perfumes se guardan en frasco pequeño. La elección va a gusto del consumidor. El Museo del Prado, conocedor del refranero español, ha tomado buena cuenta de la advertencia y ha reunido a los benjamines de la familia en la muestra La belleza encerrada. De Fra Angelico a Fortuny, en la que 281 obras de su colección que tienen, como denominador común, su pequeño tamaño, hacen las delicias de los visitantes más aventureros.
Aventura, porque el montaje, distribuido a lo largo de 17 salas ordenadas cronológicamente, está plagado de juegos, con el objetivo de que el observador mañoso vea las obras con pausa y a corta distancia, para descubrir toda su belleza encerrada. Ventanales que invitan a asomarse para descubrir lo que aguarda al otro lado; ni un cordón de seguridad y nada de carteles acompañando las obras –programa de mano, sí–. Que nadie se distraiga, oiga.
Así, descubriremos, al llegar a la Sala 2, la pintura de devoción que, de pequeño tamaño, hacía las funciones de altar portátil. En ocasiones, como en la tabla de un anónimo francés del siglo XV, también se incluía al donante en la obra. Aquí, Luis I de Orleans acompaña a los orantes en el Huerto de los Olivos. Merece la ocasión detenerse ante la comitiva nocturna, ya que esta obra, de origen francés, ha sido una pintura inédita hasta que fue presentada por el Museo del Prado en febrero de 2013. Se trata de una pieza excepcional, por ser muy escasas las tablas francesas realizadas entre 1380 y 1420 que se conservan –tan sólo queda una docena, ya que muchas fueron destruidas, especialmente durante la Revolución Francesa–. Muy cerca, en el mismo gabinete, el visitante disfrutará del Tránsito de la Virgen, pintado en 1462 por el italiano Andrea Mantegna.
Avanzamos en salas, y también en décadas. La devoción deja paso a la superstición, que El Bosco plasma en su Extracción de la piedra de la locura (1500-1510). En la pintura, el holandés representa una especie de operación, realizada durante la Edad Media, que consistía en la extirpación de una piedra que causaba la locura a los hombres. También su compatriota David Teniers se dejó embrujar por la magia, en cuadros como El alquimista, pintado entre 1631 y 1640. En la Sala 9, el paisaje toma fuerza, como en las corrientes artísticas del siglo XVII, aunque todavía estuviese considerado como un género menor, siempre por detrás de la pintura de Historia. Allí nos coge de la mano un español, Diego Velázquez, quien revolucionó a los academicistas al coger el caballete y plantarlo al aire libre para pintar la Vista del jardín de la Villa Medici en Roma.
La época costumbrista
No podía faltar la pintura costumbrista, tan favorecida por los monarcas ilustrados, para decorar los Sitios Reales de recreo. Era la segunda mitad del siglo XVIII, y se retrataba por primera vez a una clase social en ascenso, incipiente burguesía que llenaba paseos y fiestas populares. El boceto de Francisco Bayeu de El paseo de las delicias, destinado a ser parte del tapiz de la habitación de los Príncipes de Asturias, en el Palacio de El Pardo, nos muestra uno de los lugares más frecuentados de Madrid. Bajo la sombra de su arboleda, se reunían majos y majas, militares y burgueses, a pasar las horas vespertinas.
No podían faltar más mini cuadros sobre Madrid, y mucho menos podía prescindirse de Goya. Entre sus obras expuestas en la muestra, destaca la vista de La pradera de San Isidro, un boceto para otro tapiz, destinado al Dormitorio del Infante, también en el palacio de El Pardo –y que iba a medir siete metros, pero, tras la muerte de Carlos III, quedó inacabado–. El cuadro, según el propio autor, muestra «la pradera de San Isidro, en el mismo día del santo, con todo el bullicio que en esta corte acostumbraba haber».