Divino recuerdo - Alfa y Omega

El otro día un amigo y yo hablamos sobre un libro, Migraciones de lo sagrado, que habíamos leído en su momento. Desmemoriados, habíamos olvidado todo de él; ignorábamos incluso la tesis que lo vertebra. Aunque recordábamos el entusiasmo, el hedónico éxtasis que sigue siempre al descubrimiento de una idea penetrante, no acertábamos a mencionar ningún argumento. Podríamos jurar ante el tribunal más feroz de la tierra que aquel libro está repleto de verdades valiosas, pero, preguntados por ellas, apenas nos quedaría la triste opción de encogernos de hombros. Nos consolábamos suponiendo, al menos, que el ensayo habría dejado una huella en nosotros y que, en consecuencia, no habíamos leído en vano. Lo que el autor, William Cavanaugh, había impreso en nuestra mente era más brumoso que un recuerdo, pero igualmente decisivo —¡eso queríamos pensar!— para la propia vida.

Lamentábamos aquella tarde la desmemoria como desgracia, el olvido como desorden. Se nos manifestaban como la azarosa ausencia de un bien debido. La memoria, repetíamos, es nuestra vocación y la desmemoria nuestra fatalidad. Estamos llamados al recuerdo y condenados al olvido. De hecho, como para añadir una pizca de travesura al misterio, nuestra mente tiene inclinaciones autolesivas: olvidamos a menudo lo que juramos recordar y recordamos dolorosamente, con nuestra alma hecha jirones, lo que desearíamos olvidar. Basta que pretendamos apresar el instante para que este, huidizo como la lágrima buscada, esquivo como el corazón deseado, se nos escabulla. Basta que pretendamos superarlo para que nos merodee.

Sin embargo, mientras escribo este artículo, recuerdo un adagio del gran Matthew Arnold: «Olvidamos porque es preciso». El poeta invierte la cuestión con apenas cuatro palabras. El olvido no sería una desgracia, sino una necesidad imperiosa; la desmemoria, lejos de desgarrarnos, nos salvaría. Creo que el aforismo tiene la fuerza de una iluminación. Como todas las paradojas verdaderas, retuerce la mente para enderezar el espíritu, enrevesa la realidad para desvelárnosla. ¡Cuán dura sería la existencia si los dioses nos hubiesen negado el olvido! ¡Cuán insufrible si hubiesen empoderado nuestra memoria! Cargaríamos con los recuerdos como Simón de Cirene con la cruz hasta el Calvario, los arrastraríamos como un convicto sus cadenas por el patio de prisiones. Olvidamos, a mi juicio, para que el pasado no enturbie nuestro presente. Si recordásemos todo lo malo, nos poseería la amargura; si recordásemos todo lo bueno, nos ensombrecería la nostalgia. Podemos apelar al magisterio de Dante en su Comedia: «Y ella me dijo: “No hay dolor más grave / que recordar la bienandanza en la hora / del infortunio: tu doctor lo sabe”».

Pero me gustaría llevar la idea de Arnold hasta sus últimas consecuencias. El olvido también es preciso desde otro punto de vista. Su abundancia engalana la memoria; la inviste de una dignidad singular. El recuerdo es valioso porque el olvido es ubicuo. Honramos a alguien cuando le recordamos porque lo normal, lo descarnadamente lógico, sería dejarlo regresar al polvo del que surgió. Pensaba en esto hace unos días, cuando un centenar de personas se congregó en nombre del maestro de historiadores económicos Pablo Martín Aceña. El único propósito del encuentro era recordarlo juntos, en comunidad, meses después de su muerte. En eso consistió el homenaje: breves incursiones en una vida que había expirado. Me dije entonces que el recuerdo es una de las más bellas, también de las más aguerridas, formas de alabanza. Bien mirado, es nuestro motín contra la opresión del tiempo, la humilde empalizada que levantamos a diario para desafiar su hegemonía. Todo recuerdo tiene, según creo, la gravedad litúrgica de una conmemoración.

En las postrimerías de este titubeo, caigo en la cuenta del error de mi enfoque inicial. El olvido es exactamente lo que nos corresponde como seres temporales. La memoria, en cambio, constituye un escándalo, un don aberrante, el pábilo de eternidad que arde contra todo pronóstico en nuestra carne humana. Estábamos llamados al olvido y se nos bendijo graciosamente con su negación. Frente a lo que suponemos, el recuerdo es el verdadero desorden, la injustificable abundancia de un bien extraño. Participamos con él, a nuestro limitadísimo modo, del quehacer divino: llenamos de presencia el vacío, rescatamos el pasado de la penumbra y resucitamos, siquiera por unos instantes, a cuantos nos precedieron en el feliz drama de la existencia.