Cuando al Papa le acusaron de haberse «salesianizado» - Alfa y Omega

Cuando al Papa le acusaron de haberse «salesianizado»

En vísperas de la fiesta de san Juan Bosco, L’Osservatore Romano ha publicado la segunda parte de la carta que envió Jorge Mario Bergoglio al sacerdote salesiano Cayetano Bruno en 1990. En la primera, publicada el pasado 24 de diciembre, el actual Pontífice hablaba de cómo le marcó el salesiano Enrique Pozzoli, el sacerdote que le bautizó el 25 de diciembre de 1936. En esta segunda entrega, Bergoglio habla de cómo influyeron en él los salesianos, particularmente por el año que pasó en un internado

Papa Francisco
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Acabo de terminar la relación de mis recuerdos sobre el P. Enrique Pozzoli. Ahora quiero completar mi promesa de escribirle algunos recuerdos de mi contacto con los Salesianos, tal como habíamos quedado. Y comienzo con una anécdota un tanto volteriana. En 1976 mudamos la Curia Provincial a San Miguel.

Comenzaban a llegar vocaciones nuevas y parecía conveniente que el Provincial estuviera cerca de la Casa de Formación. Se volvió a reestructurar el programa de estudios: 2 años de juniorado (que habían desaparecido), la filosofía separada de la teología volvió a imponerse supliendo el «mejunje» de filosofía, y teología que se había llamado currículum en el que se comenzaba estudiando Hegel (¡sic!). Estando en San Miguel vi las barriadas sin atención pastoral; eso me inquietó y comenzamos a atender a los niños; los sábados a la tarde enseñábamos catecismo, luego jugaban, etc. Caí en la cuenta de que los Profesos teníamos voto de enseñar la doctrina a niños y rudos, y comencé yo mismo a hacerlo junto a los estudiantes. La cosa fue creciendo: se edificaron 5 iglesias grandes, se movilizó organizadamente a los chicos de la zona… y solamente sábados por la tarde y domingo a la mañana… Entonces vino la acusación de que ése no era un apostolado propio de jesuitas; que yo había salesianizado (sic!) la formación. Me acusan de ser un jesuita prosalesiano, y quizás esto haga que mis recuerdos sean algo parciales… pero me quedo tranquilo porque mi interlocutor de este instante es un salesieno projesuíta, y él sabrá discernir las cosas.

Hincha del equipo de fútbol de los Salesianos

No es raro que hable con cariño de los Salesianos, pues mi familia se alimentó espiritualmente de los Salesianos de San Carlos. De chico aprendí a ir a la procesión de María Auxiliadora, y también a la de San Antonio de la Calle México. Cuando estaba en casa de mi abuela iba al Oratorio de San Francisco de Sales (mi encargado allí era el actual P. Alberto Della Torre, capellán de aviación). Por supuesto que soy hincha de San Lorenzo (faltaba más) y hasta hace poco conservé una «Historia del Club San Lorenzo» escrita por el P. Mazza (según creo): se la mandé de regalo a Don Hugo Chantada, periodista católico de La Prensa, hincha furibundo de San Lorenzo. Él la tiene.

Desde chico conocí a los famosos Padres confesores de San Carlos: Montaldo, Punto, Carlos Scandroglio, Pozzoli. Y desde chico tenía en las manos la «Instrucción Religiosa» del P. Moret. Nos habían enseñado a pedir «la bendición de María Auxiliadora» cada vez que nos despedíamos de un Salesiano.

Un año en un internado salesiano

Pero mi experiencia más fuerte con los Salesianos fue en el año 1949, cuando cursé como interno el sexto grado en el Colegio Wilfrid Barón de los Santos Ángeles, en Ramos Mejía. Era Director el P. Emilio Cantarutti; Consejero el P. Plácido Avilés; Catequista, el P. Isidoro Holowaty; Prefecto el P. Isidro Fueyo. En la Administración trabajaba el Coadjutor Sr. Fernández. De los clérigos me acuerdo del Sr. (Leonardo o Leandro) Cangiani y Rubén Veiga. Entre los Padres mayores estaban los PP. Usher, Lambruschini, Cingolani, etc. Me cuesta hacer una descripción parcial de diversos aspectos del Colegio, simplemente porque muchas veces he reflexionado sobre ese año de vida y, poco a poco, se fue configurando la reflexión de conjunto, que es la que quisiera transmitir aquí. Soy consciente de que será algo intelectualizado quizá sin la frescura de la anécdota simple, pero -por otra parte- también sé que esta visión de conjunto es la que fui elaborando yo, y nace de mi experiencia: es objetiva a mi juicio.

La vida de Colegio era un «todo». Uno se sumergía en una trama de vida, preparada como para que no hubiera tiempo ocioso. El día pasaba como una flecha sin que uno tuviera tiempo a aburrirse. Yo me sentía sumergido en un mundo, el cual si bien era preparado «artificialmente» (con recursos pedagógicos) no tenía nada de artificial. Lo más natural era ir a Misa a la mañana, como tomar desayuno, estudiar, ir a clases, jugar en los recreos, escuchar las «Buenas Moches» del P. Director. A uno le hacían vivir diversos aspectos ensamblados de la vida, y eso fue creando en mí una conciencia: conciencia no sólo moral sino también una especie de conciencia humana (social, lúdica, artística, etc.). Dicho de otra manera: el Colegio creaba, a través del despertar de la conciencia en la verdad de las cosas, una cultura católica que nada tenía de «beata» o «despistada». El estudio, los valores sociales de convivencia, las referencias sociales a los más necesitados (recuerdo haber aprendido allí a privarme de cosas para darlas a gente más pobre que yo), el deporte, la competencia, la piedad… todo era real, y todo forjaba hábitos que, en su conjunto, plasmaban un modo de ser cultural.

Se vivía en este mundo pero abierto a la trascendencia del otro mundo. A mí me resultó muy fácil, luego en la secundaria, hacer la «transferencia» (en sentido psicopedagógico) a otras realidades. Y esto simplemente porque las realidades vividas en el Colegio las había vivido bien; sin distorsiones, con realismo, con sentido de responsabilidad y horizonte de trascendencia. Esta cultura católica es -a mi juicio- lo mejor que he recibido en Ramos Mejía.

«Sentí que algún día yo iba a morir»

Todas las cosas se hacían con un sentido. No había «sinsentidos» (al menos en el orden fundamental; porque accidentalmente había impaciencias de algún educador, o pequeñas injusticias cotidianas, etc.). Yo aprendí allí, inconscientemente casi, a buscar el sentido a las cosas. Uno de los momentos claves de esto de aprender a buscar el sentido a las cosas eran las «Buenas Noches» que habitualmente daba el P. Director. A veces lo hacía el P. Inspector, cuando pasaba por el Colegio. Al respecto recuerdo una, como si fuera hoy, que dio Mons. Miguel Raspanti, Inspector en ese entonces. Sería a principios de octubre del 49. Había viajado a Córdoba porque su mamá había muerto el 29 de septiembre. A su regreso nos habló de la muerte. Ahora, a los casi 54 años, reconozco que esa platiquita nocturna es el punto de referencia de toda mi vida posterior respecto al problema de la muerte. Esa noche, sin sustos, sentí que algún día yo iba a morir, y eso me pareció lo más natural. Cuando uno o dos años después me enteré de cómo había muerto el P. Isidoro Holowaty, cómo había aguantado por mortificación tantos días el dolor de vientre (él era enfermero) hasta que un miércoles, cuando el P. Pozzoli fue a confesar a los salesianos de allí, le ordenó que viera al médico, bueno al enterarme de esto me pareció lo más natural que un Salesiano muriera así, ejercitando virtudes.

Otra «Buenas Noches» que hizo mella fue una que dio el P. Cantarutti sobre la necesidad de pedir a la Santísima Virgen para acertar en la propia vocación. Recuerdo que esa noche fui rezando intensamente hasta el dormitorio (se debió notar algo porque dos días después el P. Avilés me hizo un comentario de paso)… y desde esa noche nunca me dormí sino rezando. Era un momento psicológicamente apto para dar sentido al día, y a las cosas.

En el Colegio aprendí a estudiar. Las horas de estudio, en silencio, creaban un hábito de concentración, de dominio de la dispersión, bastante fuerte. También, con ayuda de los Profesores, aprendí método de estudio, reglas nemotécnicas, etc. El deporte era un aspecto fundamental de la vida. Se jugaba bien y mucho. Los valores que enseña el deporte (además de la sanidad de vida que crea) ya los conocemos. Tanto en el estudio como en el deporte tenía cierta importancia la dimensión de la competencia: nos enseñaban a competir bien y a competir en cristiano. Con los años oí ciertas críticas a este aspecto competitivo de la vida… pero curiosamente las hacían cristianos «liberados» de ese aspecto pedagógico pero que en la vida diaria se sacaban los ojos compitiendo por dinero o por poder… y no competían en cristiano.

La piedad salesiana

Una dimensión que creció mucho en mis años posteriores al año de Colegio fue mi capacidad de sentir bien; y me di cuenta que la base fue puesta en el año de internado. Allí me educaron el sentimiento. Los Salesianos tienen una especial habilidad para esto. No me refiero a la «sensiblería» sino al «sentimiento» como valor del corazón. No tener miedo a sentir y a decirse a sí mismo lo que uno está sintiendo.

La educación de la piedad era otra dimensión clave. Una piedad varonil, acomodada a la edad. Dentro de la piedad merece una especial mención la devoción a la Santísima Virgen. A mí me la grabaron a fuego… y, por lo que recuerdo, a mis compañeros también. Y el recurso a nuestra Señora es clave para la vida. Va desde la conciencia de tener una Madre en el Cielo que me cuida hasta el rezo de las tres Avemarías, o del Rosario. Pero la Virgen ha quedado y no ha podido irse del cordón de nosotros. También nos inculcaban, y quedaba grabado, un respeto y amor al Papa. A veces he oído críticas sobre la «piedad» que se nos inculcaba en el Colegio (años después las oí), pero siempre son las consabidas cantinelas de aquel que no quiere ir a Misa porque en el Colegio lo obligaban, etc. Ésta es una crítica anacrónica porque se traslada al campo de la pedagogía de la piedad un problema puntual como es la rebeldía adolescente o juvenil.

Amor a la pureza, sin «obsesión sexual»

Muy unido al amor y a la devoción a la Virgen Santísima estaba el amor a la pureza. Al respecto (y creo que respecto de todo el sistema preventivo de Don Bosco) hay una incomprensión muy grande. A mí me enseñaron a amar la pureza sin ningún tipo de enseñanza obsesiva. No había obsesión sexual en el Colegio, al menos el año que estuve yo. Más obsesión sexual he encontrado más adelante en otros educadores o psicólogos que hacían ostensiblemente gala de un «laissez-passer» al respecto (pero que en el fondo interpretaban las conductas con una clave freudiana que olfataba sexo en todas partes).

Existía también lugar para los hobbys, trabajos de artesanía, inquietudes personales. P. ej. el P. Lambruschini nos ensenaba a cantar, con el P. Avilés aprendí a hacer un gelatógrafo y a usarlo; había un Padre ucraniano (P. Esteban) y los que queríamos aprendíamos a ayudarle con la misa en rito ucraniano… y así tantos recursos (teatro, armar campeonatos, actos acadé­micos, taxidermia, etc.) que canalizaban hobbys e inquietudes. Se nos educaba en la creatividad.

¿Cómo manejaban las crisis nuestros educadores? Nos hacían sentir que podíamos confiar, que nos querían; sabían escuchar, nos daban buenos consejos, oportunos… y nos defendían tanto de la rebeldía como de la melancolía.

Un sano sentido del pecado

Todas estas cosas configuraban una cultura católica. A mí me prepararon bien para el secundario y para la vida. Nunca (al menos en lo que recuerdo) se negociaba una verdad. El caso más típico era el del pecado. Es parte de la cultura católica el sentido del pecado… y allí en el Colegio lo que yo traía de mi casa en este sentido se fortaleció, tomó cuerpo. Uno después podía hacerse el rebelde, el ateo, pero en el fondo estaba grabado el sentido del pecado; una verdad que no se tiraba por la borda, para hacerlo todo más fácil. Hablo de cultura católica porque todo lo que hacíamos y aprendíamos también tenía, una unidad armoniosa. No se nos «parcializaba», sino que una cosa se refería a la otra y se complementaban. Inconscientemente uno se sentía creciendo en armonía, lo cual por supuesto no podía explicitarlo en ese momento, pero luego sí. Y, por otra parte, todo era de un realismo contundente.

No quisiera caer en la psicología del ex alumno, una actitud nostalgiosa, proustiana, donde la memoria selecciona partes de la vida color de rosa y niega las cosas más limitadas o deficientes. En el Colegio hubo fallos, pero la estructura educacional no estaba fallada. Por ello -con los años- va quedando lo sólido de esa educación, y lo sólido que queda es positivo. Es lo que acabo de describir en los párrafos anteriores. Bebía cosas en el año 1949 que no son viables para 1990… pero estoy convencido de que el acerbo cultural salesiano de 1949, ese acer­bo pedagógico, es capaz de crear en sus alumnos una cultura cató­lica también en 1990, como fue capaz de hacerlos en 1930.

«Caraduras» con fe

Digo esto porque hacia fines del año pasado me sucedió algo que me dejó triste. Un Padre Salesiano, a quien aprecio mucho, me dijo en una conversación que estaban pensando dejar algunos Colegios en manos de los laicos. Le pregunté si era por falta de vocaciones. En parte, me dijo, era ésa la razón porque los jóvenes salesianos no querían trabajar en Colegios, no se sienten atraídos por ese apostolado. Yo le dije que sucedía todo lo contrario con los jóvenes jesuitas; éstos quieren trabajar en Colegios… y no son nada conservadores. Más todavía: en los últimos 18 años la Provincia Argentina de la Compañía había abierto varios Colegios, usando la figura de Colegio Parroquial. Siendo yo Rector del Máximo, se abrieron dos Colegios en los predios del Máximo: uno de educación técnica y otro de educación del adulto. Y ahora se acaba de abrir un tercero allí mismo: primario y secundario. Le dije también al padre que más que problema de los jóvenes me parecía que era problema de cómo se formaba a los jóvenes… y que vieran si por allí no estaría el fallo. Ese Padre también me dijo que otra razón era la de «hacer un gesto de inserción» (sic!) en las barriadas, y por ello se entregarían los Colegios, o algunos. Que era una «opción» pastoral. Frente a esto no pude sino pensar en los salesianos que conocí en el Colegio: no sé si «hacían gestos de inserción», pero que se deslomaban todo el día, y ni tiempo para dormir la siesta tenían, eso sí lo sé. Si esos hombres que yo conocí en el Colegio -y con esta reflexión termino- pudieron crear una «cultura católica» fue porque tenían fe. Creían en Jesucristo, y -un poco por fe y otro poco por caraduras- se animaban a «predicar»: con la palabra, con sus vidas, con su trabajo. No tenían vergüenza de cachetearnos con el lenguaje de la cruz de Jesús, que es vergüenza y locura para otros. Me pregunto: cuando una obra languidece y pierde su sabor y su capacidad de leudar la masa, ¿no será más bien porque Jesucristo fue suplido por otro tipo de opciones: psicologistas, sociologistas, pastoralistas? No quiero ser simplista en esto, pero no dejo de preocuparme por el hecho de que -por hacer gestos radicales de inserción social- se abandone la adhesión a Jesucristo vivo y la consiguiente inserción en cualquier medio ambiental, incluso el educativo, para construir una cultura católica.

Jorge Mario Bergoglio / L’Osservatore Romano / La Razón