Abrazar y soltar: dos gestos, una bondad - Alfa y Omega

Comienza un nuevo curso en el noviciado. La llegada de los nuevos novicios es un signo de esperanza, todos veinteañeros y cargados de ilusión en el estreno de un camino que, aunque dé algo de vértigo, se sabe que es para toda la vida.

En conversaciones de estos días, algunas personas me han comentado, entre la admiración y cierta perplejidad: «¡Con todo lo que dejan!». Y es cierto: quién puede dudar de que dejan atrás tierra y costumbres y muchas historias, personas y proyectos que merecen la pena. Dejan atrás y se sueltan de muchas cosas buenas.

Pero esta es solo una parte, necesaria, que no la más importante. Lo que estos jóvenes han decidido hacer es, ante todo, abrazar una vida nueva que se les presenta apasionante. Han entendido que su manera de seguir a Jesús, su mejor modo de amar, que de eso se trata, pasa por abrazar aquel modo de vida que Ignacio de Loyola comenzó hace 500 años y le fue uniendo a un grupo de compañeros que no dudó en llamar «amigos en el Señor».

Hace 20 días Manuel hacía sus votos en Loyola. Después de dos años lejos de su tierra y de su familia, su padre pudo asistir a la ceremonia y pasó unos días con la comunidad. Llegó con ganas de ver a su hijo y con las preguntas normales que se hace un padre: «¿Estará bien mi hijo?; esto que hace, ¿será realmente lo suyo?; ¿y si se equivoca, con todo lo que se juega?». Preguntas lícitas que se hace un buen padre. Cuando le acompañé al aeropuerto, para su viaje de vuelta, le vi contento y emocionado. Había visto a su hijo feliz, sonriente, con profundidad, cariñoso. Me confesó que se iba muy feliz, que con gusto se hubiera quedado más tiempo con él, pero que sabía que tenía que dejarle ir y que continuase su camino. Él también tenía que soltar.

Creo que empezó a entender en profundidad la decisión de Manuel, y es que las decisiones importantes, las que brotan de la bondad del corazón, tienen que contar con estos dos ingredientes: abrazar y soltar.