La pasada semana celebramos el sexto aniversario de la publicación de la encíclica Laudato si con una amplia agenda de actividades en diversos lugares del mundo para celebrar el gozoso regalo de la creación. Este aniversario marca además el lanzamiento de la Plataforma de Acción Laudato Si’, promovida por el Dicasterio para la Promoción del Desarrollo Humano Integral, que aglutina actividades de diversas ONG católicas y diócesis de todo el mundo. En esa misma semana se aprobaba en España la Ley de Cambio Climático y Transición Energética. La coincidencia entre ambas iniciativas, que además se enmarcan en el Día Mundial del Medio Ambiente –se celebra este sábado, 5 de junio–, brinda la oportunidad para reflexionar sobre esta cuestión, de trascendencia ambiental pero también social, económica y ética.
En Laudato si el Papa se unía a las declaraciones de sus predecesores y de otros líderes religiosos sobre esta cuestión: «El cambio climático es un problema global con graves dimensiones ambientales, sociales, económicas, distributivas y políticas, y plantea uno de los principales desafíos actuales para la humanidad. Los peores impactos probablemente recaerán en las próximas décadas sobre los países en desarrollo». Diversos líderes mundiales reconocieron que la encíclica fue determinante para la aprobación del Tratado de París sobre reducción de emisiones, subrayando la dimensión moral de esta cuestión. El cambio climático es una cuestión principalmente científica, pero acaba emborronándose en el debate ideológico, a veces alimentado con información confusa o claramente sesgada. Se utilizan las lógicas disensiones científicas para confundir a la opinión pública, minando la relevancia de la cuestión. El consenso científico respecto a la importancia del problema y su causa, principalmente humana, es bastante nítido: todos los grandes centros de predicción meteorológica, las academias de ciencias y la mayor parte de los científicos de primer nivel apuntan a que existe el cambio climático y que es principalmente causado por el incremento en la concentración de gases de efecto invernadero. También es bastante incontrovertible el origen de esa acumulación: la quema de combustibles fósiles, la agricultura y ganadería, y la deforestación. Los impactos son más discutibles, aunque algunos ya se están manifestando con claridad: deshielo ártico, cambios en los patrones de precipitación, inundaciones, sequías o incendios extremos.
Ante la gravedad y rapidez de esos cambios parece razonable tomar medidas ambiciosas, aunque supongan un sacrificio colectivo. Lo ideal es que sean fruto del convencimiento moral y no de la imposición, pero también será necesario aplicar algunas medidas coercitivas si queremos llegar a tiempo. La ley española, en la línea de otras aprobadas en Europa, establece unos objetivos tendencia, relacionados con la mitigación (reducción de emisiones) y adaptación (ajustarnos a las nuevas condiciones climáticas), pero solo indica algunas medidas concretas para abordar esos cambios, como la prohibición de nuevas prospecciones de hidrocarburos, fractura hidráulica y minería de uranio, o el requerimiento a todos los ayuntamientos mayores de 50.000 habitantes para que establezcan centros urbanos de acceso restringido. El objetivo último sería «descarbonizar la economía», haciéndola independiente de las emisiones de gases de efecto invernadero. La ley plantea metas de reducción para 2030 y 2050, por lo que resulta llamativo que no se haya aprobado por consenso, ya que todos los partidos deberían estar implicados en su desarrollo si quiere garantizarse la continuidad en los esfuerzos.
Las medidas que la legislación incluye para conseguir las metas propuestas pasa por fomentar las energías renovables. Ahí se incluyen principalmente la hidráulica reversible, los gases renovables (biogás, biometano e hidrógeno) y los biocombustibles. Se prevé un aumento de la eficiencia energética y de las medidas de aislamiento en edificios. En cuanto a la adaptación, la ley incluye distintas medidas para los efectos del cambio climático, incluyendo riesgos climáticos, gestión del agua, dominio público marítimo, gestión territorial y urbanística, dieta alimentaria, salud pública y biodiversidad. Finalmente, se menciona la importancia de mejorar la formación y la investigación sobre esta cuestión.
En suma, se trata de una ley que tendrá un gran impacto en nuestra economía si hay voluntad política de cumplirla. Muchas de sus metas se concretarán en reglamentos posteriores, en donde habrá que ponerse de acuerdo en una coyuntura poco favorable por los impactos de la actual pandemia. Como oportunidad, precisamente se encuentra la situación que vivimos, donde hemos aprendido a hacer de otra forma muchas cosas que antes requerían un uso intenso de la energía, como por ejemplo el teletrabajo o las videoconferencias. El reto es muy amplio, pero también la alternativa es esperanzadora. No podemos seguir haciendo lo mismo si queremos que el problema climático se aminore. La ley estimula en esa dirección, pero es todavía más importante extender el compromiso ético hacia un problema ambiental que afecta a los países más pobres y puede tener efectos graves en las generaciones futuras. Un elemental sentido de prudencia, en el caso de los creyentes, unido al compromiso cristiano con el cuidado de la creación y de los más vulnerables, nos debería llevar a tomar decisiones más ambiciosas, contribuyendo con imaginación a cambiar hábitos que permitan retornar el clima terrestre a su estado natural.