Parecería razonable que la bioética y la ética ambiental (o ecoética) fueran de la mano. Ambas son ramas de la ética aplicada y tratan de seres vivos. La primera se dedica a gestionar los dilemas éticos que plantean las ciencias biomédicas, particularmente espinosos en el inicio y el fin de la vida; mientras que la ecoética se orienta a analizar los límites éticos de nuestra acción en el medio. También tienen métodos de análisis similares. Sin embargo, una y otra han recorrido en España trayectorias paralelas y a veces discordantes.
Algunos ejemplos de la disparidad de criterios entre ellas podría ser la manipulación genética de organismos, que para muchos sería rechazable éticamente en el caso de los cultivos (esa es la opinión mayoritaria de las organizaciones ecologistas), mientras que se acepta con cierta pasividad en los embriones humanos, no ya para curar enfermedades, sino a veces para cosas tan triviales como cambiarles el color de los ojos. Otro aspecto contradictorio sería la creciente presión por el bienestar animal, evitando intervenciones que les causen sufrimiento, mientras sigue aceptándose la eliminación de un ser humano en gestación, en muchos casos por métodos muy violentos, que obviamente le causarán sufrimiento. No hablo únicamente de tendencias sociales, sino de contradicciones en los mismos individuos, como comprobamos desde la Cátedra de Ética Ambiental de la Universidad de Alcalá en una encuesta que realizamos hace unos años a personas activas en grupos ecologistas, que en su mayor parte admitían el aborto, mientras rechazaban el sufrimiento animal, incluso en experimentos científicos.
Estas divergencias entre ecoética y bioética son debidas, a mi modo de ver, a la carga ideológica que ambas ramas tienen, más que a sus fundamentos filosóficos propiamente dichos. No es que las personas con convicciones ecoéticas no tengan interés bioético, simplemente se consideran campos independientes. Lo mismo pasa para los bioéticos, que tienen escaso interés en reflexionar sobre cómo los principios éticos que aplican cotidianamente afectan a la conservación ambiental.
El ser humano, parte de la naturaleza
Una manera de resolver esa divergencia es volver a considerar al ser humano como parte de la naturaleza. En los últimos cuatro siglos, quizá desde Francis Bacon, se plantea el desarrollo humano como enfrentado a la naturaleza, a quien hay que conquistar y subyugar. A partir de las últimas tres décadas, la crisis ecológica evidencia los impactos negativos de ese modelo. Ahora, parece que nos movemos al extremo contrario, al asumir que el hombre es el principal enemigo de la conservación de la naturaleza, se propone abandonarla, sin mezclarnos con ella para dejar que por sí sola se recupere. En ambas posturas se evidencian sus limitaciones y, sobre todo, su predominio ideológico, en el sentido de que interpretan la realidad de acuerdo a esquemas preconcebidos en lugar de dejarse influir por ella. Bastan pequeñas nociones sobre el funcionamiento de la vida para darse cuenta de que todo está íntimamente entrelazado: el ser humano no puede estar al margen de, ni mucho menos enfrentado a la naturaleza, pues de ella obtenemos nuestro sustento, tanto material –aire, agua, alimentos…–, como espiritual.
Por tanto, promover la convergencia entre bioética y ecoética implica repensar nuestra relación con la naturaleza, reconectarnos de nuevo con ella. Si la ética supone un juicio sobre la realidad que nos circunda, sobre la bondad o maldad de nuestras acciones, necesitamos un enfoque ético que permita a la vez juzgar los dilemas biosanitarios y ambientales con la misma coherencia, consistencia y fiabilidad. Necesitamos retomar el concepto de naturaleza como esencia del ser, no solo como realidad física. Eso nos llevaría a promover la conservación como el conjunto de acciones que conducen a que un determinado territorio sea lo que debería ser. En términos ecológicos, esto sería asegurar la estabilidad del ecosistema. Ahora bien, esta regla también aplica a la naturaleza humana. Por tanto, para ambas, lo natural –lo que las cosas son por su esencia– debería ser un criterio ético fundamental.
Transformar al libre arbitrio la naturaleza nos lleva a crisis ambientales locales o globales. Deforestar en la cabecera de una cuenca afecta a las inundaciones de los valles. Cambiar artificialmente las capacidades humanas también tendrá impactos negativos, que quizá no advirtamos hasta que sea demasiado tarde. La técnica puede aplicarse para conseguir que algo debido al ser humano (ver, andar, deglutir) y que no funcione adecuadamente lo haga, pero no parece razonable aplicarla a rediseñar otra naturaleza que supuestamente nos hará más listos, longevos o felices. No ha funcionado con la naturaleza física, no va a funcionar con la humana.
Emilio Chuvieco Salinero
Director de la Cátedra de Ética Ambiental FTPGB-Universidad de Alcalá