Es muy bello encontrarse con personas así, personas desconocidas en un día cualquiera que te regalan historias de vida. A veces no nos damos cuenta, pasan desapercibidas a nuestro lado. Vamos cada uno a lo nuestro, sin saber cuánto nos podemos obsequiar unos a otros con una simple sonrisa, una mirada, una palabra.
La taxista siguió hablando de esa misión que había descubierto, como quien descubre un tesoro. Me contó que llevaba siempre unos cuantos rosarios y los repartía a la gente que se montaba en su taxi, si veía ella que eso les haría bien. A veces, me dijo, eran personas que iban o salían del hospital, preocupadas por la enfermedad de alguien querido y allí, con ella, se desahogaban y salían ligeras las lágrimas que se habían tratado de contener por un tiempo. Ella las escuchaba con respeto, acompañaba ese dolor en el largo o corto trayecto que le habían pedido, y al final les regalaba un rosario, una sencilla oración a la que agarrarse en medio del desconsuelo, un ancla de salvación en la tempestad. «La gente lo agradece mucho –me terminó diciendo–; el sufrimiento nos iguala a todos».
Le agradecí su historia. Fue un regalo para mí en aquella tarde calurosa, en que no tuve más remedio que coger un taxi si quería llegar a tiempo a mi destino. Esta mujer me hizo comprender que, en cualquier lugar que estemos, desde cualquier situación, podemos ser para el otro un regalo inesperado. Mientras estemos en este mundo hemos de cumplir ese encargo que se nos ha hecho, el de hacer el bien. Y es haciendo bien nuestro trabajo, ya sea en un despacho, en una oficina o conduciendo un taxi. No importa tanto qué hacemos sino cómo lo hacemos, con sentido de misión, con conciencia de ser enviados a construir un mundo mejor y más humano, donde no seamos extraños los unos a los otros, porque todos sabemos que el sufrimiento nos iguala.